Yo, contradictorio
Quim Pérez
2021-07-11
Enrique Rodríguez Ramírez, Ángel Molinos y Adrián Cuadrado son los tres protagonistas de los que Antonio Altarriba y Keko se han valido, respectivamente en cada volumen de su llamada Trilogía egoísta, para levantar una radiografía de la sociedad española actual a través de las viñetas. Cada novela gráfica la protagoniza un color y un antihéroe. El rojo de la sangre impregna Yo, asesino (2014). El amarillo de la locura invade Yo, loco (2018). El verde de la mentira domina en Yo, mentiroso (2020).
Keko, seudónimo de José Antonio Godoy Cazorla (Madrid, 1963), ha dibujado los guiones de Antonio Altarriba (Zaragoza, 1952). Lo ha hecho en un blanco y negro muy contrastado, con mucho más negro que blanco en el balance final de cada página. El dibujo es realista, muy a menudo fotográfico en los fondos, y con un punto caricaturesco en los rostros de los personajes. Los colores usados en el bitono son el rojo, el amarillo y el verde; puede decirse que aparecen de manera episódica y siempre con un componente informativo y no simplemente con voluntad estética. El blanco y negro de Keko es denso, tal vez pueda aplicarle el término opresivo, pero más adecuado resulta el de abigarrado. La densidad argumental tiene así su correlato en la densidad visual de las viñetas, ya que nos encontramos ante tres cómics muy elaborados y calculados tanto en lo gráfico como en lo visual. Podemos hablar de tres artefactos narrativos pensados a conciencia y calculadamente calibrados.
Esta Trilogía egoísta se adscribe al género del thriller y deja también que por sus rendijas se cuelen aires de género negro más clásico con detectives investigando crímenes realizados con procedimientos en apariencia inverosímiles. No están lejanas estas tres novelas de la Trilogía de la Ciudad Blanca de la escritora Eva García Sáenz de Urturi. Sus similitudes tienen que ver con que ambas se vinculan al género del thriller y, por lo tanto, comparten sus señas de identidad, pero mientras que la escritora explora lo sobrenatural, el folclore y la historia, Antonio Altarriba pretende bucear en el presente y entender el contexto sociopolítico y económico de Euskadi y de España en estas dos primeras décadas del siglo XXI. Que ambas trilogías coincidan es su escenario, Vitoria-Gasteiz, y que lo retraten con detalle no debe movernos a ninguna sospecha malévola, sino a concluir en que la sede del Parlamento y del Gobierno Vasco es un espacio geográfico con grandes posibilidades para ambientar una ficción actual y que hasta ahora no había sido demasiado explorado.
Altarriba concede una gran importancia al arte en su trilogía. Tanto al arte contemporáneo, Jeff Koons aparece como personaje en Yo, loco, como al arte antiguo. Pinturas, esculturas, instalaciones y performances aparecen a troche y moche en sus viñetas. De hecho, el protagonista de Yo, asesino es un profesor de historia del arte en la Universidad del País Vasco. En Yo, loco y en Yo, mentiroso la adquisición de obras de arte por parte de sus protagonistas cumple una función de legitimación empresarial, y de marcar un determinado estatus social mediante su posesión y exhibición. El arte es un vector que cruza las cuatrocientas páginas de la trilogía. Una historia del arte de la que Altarriba se muestra como un profundo conocedor y que le permite emplearla narrativamente con dobles lecturas. El lector menos experto en conocimientos artísticos hará bien en leer la trilogía con el Google listo para ser consultado. De este modo aprovechará todo el potencial simbólico que tienen las obras artísticas representadas en el cómic. Otro elemento significativo es que los numerosos crímenes que se perpetran en sus viñetas tienen todos un gran componente artístico que impide diferenciarlos de una performance; excepto que en la Trilogía egoísta el cadáver es real y si está allí es contra su voluntad.
Los tres protagonistas tienen elementos en común y algunos rasgos que los diferencian, repasaremos primero estos últimos.
Enrique Rodríguez Ramírez es un profesor de historia del arte que ejerce de criminal, pero con grandes ínfulas de artista. Entiende el crimen como una obra de arte y lo realiza para sí mismo, sin darle publicidad; aunque el hecho de llevar tanto tiempo matando ya haya levantado sospechas en su entorno próximo y en instancias policiales. En Yo, asesino hay una reflexión sobre el arte contemporáneo y otra de carácter más filosófico sobre el Mal. El terrorismo de ETA, y las intrigas palaciegas de los miembros de los departamentos universitarios siempre dispuestos a medrar, son los decorados sobre los que Enrique Rodríguez se mueve.
Ángel Molinos es un antiguo dramaturgo sin éxito que vive de diseñar perfiles patológicos para una empresa que pretende crear primero enfermedades para luego proponer medicamentos que las curen. En Yo, loco hay una crítica demoledora a una industria farmacéutica más obsesionada con los beneficios que con la cura de enfermedades. El retrato de la gran empresa como si fuese una secta ante la que sólo cabe una adhesión ciega e impide cualquier atisbo de espíritu crítico. El enfrentamiento entre lo colectivo, que deriva aquí en lo corporativo, y lo individual, o el cuestionamiento sobre dónde acaban los rasgos peculiares y empiezan los patológicos son cuestiones sobre las que gravita esta entrega. El mundo de los sueños poblado de animales, las luchas por el poder dentro de la empresa, la defensa de la verdad, aunque exija enfrentarse a la mayoría o a «los tuyos» y la visión del ser humano como un enfermo potencial son algunas de las cuestiones que se ponen en danza en esta segunda novela gráfica.
Adrián Cuadrado es un experto en comunicación política. Todo líder político que aspire a algo debe tener uno a su lado para que le asesore en su ascenso hasta el poder. Por supuesto, se trata de comunicar para persuadir y no para transmitir ninguna verdad. «Mentir te convierte en Dios… Decir la verdad, solo en reportero» es una cita que marca muy bien las coordenadas entre la verdad y la mentira en las que se mueven estos profesionales. El contexto sociopolítico es la España del período 2016-2019, con la corrupción del PP saltando a los juzgados y con la travesía de Pedro Sánchez para recuperar la secretaría general del PSOE que más tarde desembocaría en su presidencia del Gobierno de España mediante una moción de censura. Un tema que recientemente han tocado también otros cómics, como Primavera para Madrid, de Magius (Autsaider, 2020), e Intachable: 30 años de corrupción, de Víctor Santos (Panini, 2020), en lo que supone una revisión del pasado reciente de la historia de España por parte del noveno arte. Yo, mentiroso es una roman à clef y cualquier lector que haya sido testigo de la última década en la política española no encontrará ninguna dificultad en relacionar nombres y rostros ficticios con sus homólogos de la realidad.
Lo que tienen en común los tres protagonistas es que en todos ellos el éxito profesional va de la mano del fracaso familiar más absoluto. Cuánto más destacan en su ámbito laboral más profunda es la sima en la que su proyecto familiar o de pareja se hunde. El protagonista de Yo, loco renuncia a su familia y se aleja de ella sin querer tener contacto físico a pesar de las dificultades por las qué esta pasa; prefiere pagar y mantenerse alejado. Los protagonistas de Yo, asesino y de Yo, mentiroso tienen amantes más jóvenes que ejercen de trofeos de su ascenso social, mientras desatienden por completo a sus parejas con las que ya llevaban tiempo conviviendo.
Otro hilo común en la Trilogía egoísta es la aparición de rivalidades que desencadenan en enfrentamientos y en la victoria de un bando sobre otro. En un departamento universitario, entre los ejecutivos de una empresa o en la política nacional. Hay que comerse al rival para no ser fagocitado por él. El cuadro de Goya Duelo a garrotazos resulta oportuno y condensa en una imagen lo que comentamos. Incluso, llevado al extremo, hay que eliminarlo, esto es, matarlo.
Altarriba demuestra en sus cómics que el motivo por el que se asesina es por hacerse con el poder, este es el gran móvil que lleva a matar. El asesinato no tiene tanto que ver con una patología o con psicópatas, sino con individuos para los qué es una herramienta más para hacerse con el poder. Mucho más cercano a los métodos mafiosos que a la figura del serial killer cinematográfico es esta representación del crimen. De hecho, el asesino en estas páginas es siempre el que más beneficios saca del crimen.
Otro aspecto en común a los tres protagonista son sus contradicciones entre aquello que hacen y lo que piensan. Estamos ante tres antihéroes que ejercen de cabronazos, pero que no acaban de caer mal del todo al lector porqué también hay otros personajes en sus aledaños que promueven el mal y, por falta de contraste, unos y otros no están tan alejados entre sí. Tampoco pretende Altarriba que nos caigan simpáticos, los retrata con sus luces y sus sombras, con sus ambiciones, con sus fortalezas y con sus debilidades.
Fruto de este claroscuro es la aparición de un elemento muy potente en esta trilogía: su carácter crítico en relación al presente. Un presente que nos implica como lectores y ante el que no podemos distanciarnos como si el personaje fuese un villano con el que no podemos establecer ningún vínculo, pero tampoco un héroe sin tacha al que admirar rendidos. Altarriba y Keko desmontan el discurso del arte, el de la locura y el de la verdad política, y permiten que sus lectores asistamos a esta labor de derribo sin que sepamos muy bien en qué lugar colocarnos. Y esta inquietud sobre el espacio de ocupamos, sobre el que deberíamos ocupar o sobre el espacio en el que nos han colocado, es la que nos permite cuestionar nuestro presente y nuestro papel en él. No se trata tanto de saber si nosotros como lectores somos locos, artistas o mentirosos, se trata de saber en qué medida los discursos construidos alrededor del arte contemporáneo, la política o las patologías mentales son discursos sociales sólidos y verdaderos o llenos de mentiras y apariencias. En cualquier caso, esta Trilogía egoísta nos propone como lectores el ejercicio necesario de diferenciar entre discursos verdaderos y discursos hegemónicos sobre nuestro propio presente.