Un mundo sin librerías
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Arantza Margolles Beran
2024-07-07
Recalé una vez, no ha mucho, en Urueña, el pueblo vallisoletano de las librerías. Y anda que no hay que tener ganas de llegar a Urueña, óiganme, porque su posición privilegiada, sobre una loma amurallada, le hacen también tener su intríngulis viario. La cuestión es que llegamos a Urueña atraídos por el lechazo, que dicen que es típico, y por sus librerías, que hace un tiempo eran doce; no sé si ahora más o menos. Una auténtica legión, si comparamos su número con el tamaño total del pueblo. Sucedió que, alarmado ante el descenso de población del lugar, ese desahucio de España del que ayer nos habló Jambrina en la Carpa del Encuentro, hubo un alcalde que decidió invertir en cultura -¡!-, en la rehabilitación de los edificios más emblemáticos de Urueña y en su reconversión en librerías que se alquilarían a sus gerentes por una mensualidad simbólica. El asunto, que costó unos 3,4 millones de euros del erario público, llegó a salir en el New York Times y, aunque no acaba de cuajar en lo que respecta a la fijación de habitantes en el pueblo, consiguió aumentar considerablemente el número de visitantes que, especialmente en verano, deciden sortear todas las curvas habidas y por haber para descubrir un lugar maravilloso. Les digo que es maravilloso, y me lo tienen que creer, porque se lo aseguro aún cuando, hundiendo nuestro gozo en un pozo, descubrimos que el día que habíamos elegido para subir a Urueña era, casualmente, aquel en el que todas las librerías descansan y los mesones no sirven lechazo.
La reconversión de Urueña (la única buena de todas las reconversiones conocidas) generó, no se crean, su polémica, como todo lo que conlleva invertir en cultura, o, como dicen los contrarios, subvencionar cultura: léase el verbo con rabia, escupitajo y náusea, ‘¡subvencionaaaaar!, dijo el beneficiario de fondos europeos para su bar’. Algunos lo vieron como una boutade propia de un alcalde ‘woke’ y aquello fue nuestra particular versión castellana de la odisea de Florence Green, la librera que Isabel Coixet, con un coste similar al de lo de Urueña, llevó a la gran pantalla. En la peli, el sueño librero de Green tropieza con los intereses caciquiles de la ricachona del pueblo, que trata de impedir semejante alarde de libertad letraherida. Bueno: la película costó unos tres millones y pico de euros, les decía, pero acabó recaudando, si no me engaña la memoria, casi cuatro veces más. Un múltiplo semejante al del incremento de visitantes, algunos de ellos torpes como yo, del pueblo vallisoletano. Nos paseábamos esta tarde Pedro Timón, nuestro flamante fotero del AQ, de la Semana Negra en general y cada día el de más gente, por el pasillo de librerías (este año son 28, en eso también hacemos récord), y cálculabamos que la Semana Negra sería nuestra ruina inmediata porque por cada libro que íbamos a mirar encontrábamos otros dos, hasta entonces desconocidos, que queríamos comprar. Los libreros, sabios y prolijos en consejos, psicólogos natos que saben, como por arte de birlibirloque, lo que le interesa a una y lo que no, no ayudaron demasiado a nuestro sostenimiento económico. Y a quién le importa, si imaginar un mundo sin librerías es posible, pero absolutamente desolador.