Ocurrió una tarde
Tribunas de la plebe
Carlota Suárez
2021-07-12
Ocurrió una tarde. Una tarde oscura y húmeda. Una tarde oscura y húmeda en el espigón. Olía a salitre y a brea. Las grúas, animales prehistóricos y vigilantes, acechaban a mi espalda.
Me había alejado de la calle principal, abrumada por el mago que animaba a meter la mano en su chistera, la pareja con aspecto de timadores que me había seguido un buen trecho y toda la algarabía que inundaba mis sentidos hasta llevarme al colapso. La huida había sido precipitada y solo el azar conocía la dirección que había elegido tomar. Cuando una huye, no piensa en lo que tiene delante, sino en lo que deja atrás. Lo relato tal y como ocurrió, esa tarde oscura y húmeda, en el espigón.
Cuando fui consciente de mi aislamiento, la niebla, que ascendía desde la superficie del mar, alcanzaba mis rodillas y amenazaba con engullirme. El silencio pesaba demasiado y ya no escuchaba al muchacho de la gorra de tweed, que ofrecía periódicos a voz en grito. Si en algún momento había deseado que la voz del chico se apagara, que el mago desapareciera en el interior de su chistera o que un guardia detuviera a aquellos timadores, ahora quería todo eso de nuevo, tal era la confusión y el caos que se habían filtrado en mi espíritu.
Detuve la marcha y, desorientada, agucé el oído y lo oí. El rugido empezó siendo un rumor lejano, para ir aumentando de volumen, a medida que el feroz animal se acercaba. Porque eso era, el bramido de una fiera que se aproximaba, furiosa y a toda velocidad. Aquello me heló la sangre.
Apenas tuve tiempo de apartarme, cuando aquella cucaracha gigante derrapó ante mí, levantando nubes de polvo que no tardaron en fundirse con la niebla. Polvo y niebla, engulléndome aquella tarde en el espigón.
Del insecto mecánico se bajaron precipitadamente dos hombres, cuyos rostros quedaban ocultos bajo sendos sombreros de ala corta. Sus ropas eran tan negras como el vehículo cuyas puertas no se molestaron en cerrar y del que se alejaron precipitadamente. No repararon en mi presencia. Me quedé inmóvil, agazapada y juraría que dejé de respirar.
Expectante y protegida tras un contenedor de frío metal, intuí que algo emocionante estaba a punto de ocurrir. Mi cerebro, preñado de estímulos, se debatía entre la inconsciencia y la lucidez. Las piernas apenas podían sostenerme y tuve que hacer un gran esfuerzo por mantenerme en pie.
Me percaté de que los hombres, que habían desaparecido de mi vista, permanecían ahora agazapados a mi diestra. Los vi por el rabillo del ojo, esperaban. Uno de ellos, el más alto, sujetaba un revólver. El gordo se giró y me vio. Casi se me sale el corazón del pecho y solo escuchaba latidos, cada vez más fuertes, más rápidos… El matón me dedicó una aterradora sonrisa y llevó la mano al interior de la gabardina, de donde sacó una ametralladora, que descargó por encima de mi cabeza. El ruido era ensordecedor, pero extrañamente estimulante. A mi espalda, alguien había devuelto el disparo, los disparos, ¡una ráfaga de tiros!, esa tarde, oscura y húmeda, en el espigón.
Una mujer gritaba. Me agaché e intenté protegerme, pero la curiosidad fue más poderosa que el miedo y de cuclillas, me alejé de la línea de fuego, para poder observar la escena y no perderme nada. Miedo y morbo, terror estimulante, emociones a flor de piel…
El gánster blanco no tardó en aparecer en escena. Gabardina beige, níveo sombrero y ametralladora victoriosa. No era un gánster, sino un poli. Un sabueso de arma humeante, a última hora de esa tarde oscura y húmeda, en el espigón. Los hombres de negro, heridos de muerte, se retorcían en el suelo, esperando un tiro de gracia que no llegó.
Al olor de la brea y el salitre se había unido el de la pólvora. Quizá fuera mi imaginación, pero mi pituitaria estaba también impregnada del ferroso aroma de la sangre. Recordé los gritos de mujer, apagados bajo las detonaciones del mal contra el bien, del crimen contra la ley, de la oscuridad contra la luz. Busqué a mi alrededor, imaginando una belleza rubia y despampanante, que enfundada en un vestido de lamé plateado, se colgaría del brazo del héroe del sombrero. La sofisticada dama no tardó en aparecer.
—¡Carlota, te dije que no te alejaras! —mi madre no vestía de lamé ese día, pero llevaba un buen cabreo encima—. ¡Te acabas de quedar sin helado!
—¿Sin helado?, ¡no es justo! —Miré al inspector del sombrero, que estaba ayudando al gordinflón de negro a levantarse del suelo y se encogió de hombros. Se había terminado la dosis de justicia por esa tarde, esa tarde oscura y sin helado, en el espigón.
Estábamos a finales de los ochenta, yo tenía once años y esa tarde fui testigo de cómo la novela negra cobraba vida y del verdadero poder de la literatura. Porque estábamos en verano y sentí frío, el sol brillaba y me dejé engullir por la oscuridad, tuve miedo y quise más… Esa tarde, en el espigón, me fue inoculado el espíritu de la Semana Negra, que corre por mis venas desde entonces.
Porque antes de ver la peli de Hollywood, yo había asistido a aquella representación que hoy llamaríamos performance. Porque desde entonces, el rostro de aquel actor es para mí el de Dick Tracy y no hay Warren Beatty, ni Al Pacino, ni Madonna, que puedan competir con el inspector que me guiñó el ojo bajo el sombrero de ala corta, con el gordo de negro o con mi madre, regañándome y negándome el helado de la Ibense.
Pasó el tiempo y la Semana Negra creció, llenó la prensa de tinta y cambió de ubicación, pero cada año siento la niebla, huelo la pólvora y escucho a aquel muchacho de la gorra gritar: ¡A QUEMARROOOOPA, HA SALIDO A QUEMARROOOOOPA!