La Primera República Española y su memoria
Sergio Sánchez Collantes
2023-07-09
«Nadie ignora en qué condiciones vino la República del 73. Guerra civil en la Península, guerra separatista en Cuba, el tesoro exhausto, fatigado el país por las incesantes agitaciones revolucionarias, relajada ya la disciplina militar, los alfonsinos conspirando, los monárquicos de la revolución haciendo un vacío de muerte en torno a la nueva legalidad, los mismos republicanos inexpertos, divididos, ayunos muchos de ellos de todo sentido político y no sobrados del común… Pues porque aquellos gobiernos, en once meses escasos, no lograron superar por entero dificultades tamañas, se declara a la República definitivamente fracasada e imposible en tierra española. El recuerdo de aquel año luctuoso es el argumento Aquiles con que se contesta a todas nuestras razones. ¡Acordaos del 73!, nos gritan […]».
Allá por 1901, el periodista republicano Alfredo Calderón discurría en tales términos sobre las, a su juicio, infundadas valoraciones que se habían hecho sobre la Primera República Española a lo largo de casi tres décadas. A sus cincuenta años, el otrora profesor de la Institución Libre de Enseñanza tachaba de absurda «la pretensión de que las instituciones sociales y políticas nazcan adultas», concediéndoles, igual que a las personas, un indispensable «periodo de tanteos, de ensayos, de propedéutica». Aducía también que a la monarquía no se le aplicaba el mismo rasero tras haber regido durante mucho más tiempo.
El 11 de febrero de 1873 España desembocó en la República de una forma que no se la hubieran imaginado ni los propios republicanos. Así lo reconocieron dirigentes muy señalados de aquella generación y de las siguientes, como Francisco Pi y Margall («vino por donde menos esperábamos») o Álvaro de Albornoz («viene sin que nadie la traiga, por sí misma»). Tras el desencanto que les había generado la evolución política desde la Revolución de 1868, para muchos era casi un sueño hecho realidad, como ilustran las palabras del diputado Ramón Pérez Costales, ovetense afincado en La Coruña: «¡Hoy es el día más feliz de mi existencia! Después de la realización de lo que ha sido el ideal de toda mi vida, morir en estos momentos me importaría muy poco».
Actualmente, la Primera República continúa siendo uno de los periodos menos estudiados de toda la España contemporánea. Con honrosas excepciones, en las miradas que se le aplican siguen predominando los relatos desde arriba, que mantienen como hilo conductor la gestión de los cuatro presidentes del Gobierno y los debates en las Cortes, cuando hay un mundo por descubrir en los municipios, que fueron el nervio que en buena medida impulsó aquel experimento político. Ese ámbito, el local, constituía el horizonte de actuación predilecto para el republicanismo federal, que era el hegemónico en aquel momento. Así que hacen falta nuevas investigaciones que, buceando en las fuentes de los archivos municipales y provinciales, aborden tan estimulante desafío para que se puedan equilibrar y redondear las visiones de conjunto.
Aquella República es, posiblemente, uno de los ensayos políticos de la España contemporánea que se ha valorado con menos ecuanimidad. Sus partidarios trasladaron visiones idílicas nada críticas, en las que se omitían los borrones o se culpaba a otros de los problemas, mientras que sus detractores alimentaron un mito negativo que, ni que decir tiene, ha resultado muchísimo más poderoso y duradero. Hasta tal punto, que el diccionario acabó incorporando, al cabo de un siglo, una acepción irónica que identifica la república con el «lugar en que reina el desorden». Recogía, claro, una connotación de uso anterior, en la que se había socializado mucha gente durante la Restauración y que, por lo tanto, había quedado fijada en el imaginario colectivo. Ossorio y Gallardo la evocó en sus memorias: «en todas nuestras casas, cuando se quería decir que una cosa era la más desordenada del mundo, que no se podía vivir, que todo andaba manga por hombro, se decía que aquello era una república. En esa idea nos amamantamos».
La construcción de un relato negativo sobre la República se inició en la misma época y se consolidó durante la Restauración, como en su día explicó muy bien Jover Zamora en un estudio ya clásico. El interés por desacreditar el régimen de 1873 formaba parte de las luchas políticas del momento, una de cuyas encrucijadas venía representada precisamente por la disyuntiva entre monarquía y república, complejizada por existir en liza distintas ideas de república y, también, modelos variopintos de monarquía, a su vez frecuentemente asociados todos ellos con determinadas ideas sociales. Ahí estaba, de un lado, el abismo que mediaba entre Emilio Castelar y Roque Barcia, por citar dos extremos paradigmáticos; o, de otro, la sima que distanciaba a un carlista de un radical amadeísta, cuyas ideas sobre el papel de la Corona diferían tanto como su arquetipo de sociedad.
La sombra de aquellas viejas representaciones peyorativas de la República se ha alargado hasta nuestros días, por más que el régimen de 1931 sea la diana predilecta de quienes se deshacen en censuras apriorísticas y prejuiciosas al republicanismo, sin ningún ánimo de explicar ni comprender históricamente. Es muy llamativo, además, observar hasta qué punto se repiten los argumentarios de siempre en las críticas a la Primera República, que no destacan precisamente por su originalidad. Reprocharle a los dirigentes de 1873 la forma ilegal de la proclamación, la inestabilidad, las sucesivas mudanzas en los gobiernos, los levantamientos armados de una parte de sus bases o las guerras del momento es ignorar lo que fue el siglo XIX en España y en Europa. Por no hablar de los manidos clichés sobre el federalismo cantonal que ignoran u omiten deliberadamente que en ningún momento cuestionó la existencia de España ni de la nación española. Claro que la Primera República no fue ningún edén, y los primeros que hubieron de lamentarlo fueron los propios republicanos; claro, desde luego, que hay margen para interpretaciones divergentes, pero la falta de rigor y de honestidad resulta a veces pasmosa.
Por lo demás, no deja de resultar llamativo que en el imaginario de las tradiciones políticas que hoy se definen como republicanas aquel ensayo de 1873 se haya convertido en el gran desatendido, anegado por el recuerdo de una Segunda República cuyo dramático final tras el golpe de Estado de 1936 ayuda a justificar el olvido de sus precursores; pero resulta más difícil de entender cuantos más años pasan. Esa postergación no deja de resultar paradójica en quienes invocan la «memoria democrática» como una categoría que pretende hacer justicia y recordar a quienes, en otras épocas, defendieron una serie de valores y aspiraciones que hoy por hoy, con bastante consenso —al menos discursivamente—, hormigonan los cimientos de nuestras democracias. Las libertades y garantías que actualmente disfrutamos, incluso la convicción de que todo el mundo tiene derecho a un mínimo bienestar, son el producto de luchas históricas complejas, en las que hubo adelantos y retrocesos para vencer las férreas resistencias que se oponían a su avance. Hablamos a la larga de conquistas que en otros tiempos les costaron a sus valedores muchas penurias, incluyendo el ostracismo, la cárcel, el exilio y hasta la vida.
Significativamente, el recuerdo de la Primera República lo tuvieron más presente quienes, con un odio visceral a la Segunda, a partir de 1936 resignificaron los espacios públicos borrando del callejero no solo a un Fermín Galán o un Manuel Azaña, sino también a un Pi y Margall, un Salmerón o una Rosario de Acuña. Si alguna de las denominaciones republicanas sobrevivió en la toponimia urbana, indudablemente ocurrió por simple ignorancia, como fue el caso en Gijón de la calle que desde 1901 recordaba al médico Eladio Carreño, que había sido alcalde de la ciudad en 1873 y el dirigente más popular del republicanismo federal del XIX en Asturias.