La importancia de recordar
2024-07-07
«Mi abuelo se llamaba Jesús y se dedicaba a los cerdos, mi padre se llama Jesús y se dedica a los cerdos, y yo me llamo Jesús y también pienso, a veces, que me dedico a los cerdos». Genio y figura, como siempre, Jesús Cintora ayer en la presentación de su quinto libro, El precio de la verdad (Penguin Random House). Abarrotó la Carpa del Encuentro a las 19.30 horas al punto de que gran parte del público tuvo que seguirle de pie, desde la calle, porque no cabía un alfiler. Reflexionó Cintora, sentado sobre la mesa, sobre el «conflicto soterrado, silente, de la comunicación», clave para entender un momento en el que «tener a la gente desinformada, lanzar bulos, es un goteo (…) un tiempo en el que se está deteriorando la salud pública, y la gente traga; se complica cada vez más el acceso a la vivienda, y la gente traga…» En todo eso, en boca de un periodista que reivindicó el serlo de título, juegan un papel fundamental los medios de comunicación.
«Yo no soy un periodista que repita un argumentario; no soy un lamebotas ni un correveidile» y eso, explica Cintora, tiene un precio. Su caso es público y notorio y, de ahí, el título de este libro. En España, denuncia, existe un solapamiento entre el poder político, mediático y judicial, sin que exista el necesario margen de independencia de todas esas parcelas. Se dan y se quitan licencias, se ponen y se quitan periodistas. «Franco y una dictadura durante décadas dejó lastres, y en España tenemos que avanzar; hacer algo para que las cosas mejoren». La censura de profesionales, y la pervivencia de otros «que han sostenido bulos», tan solo agrava la situación; la falta de pedagogía, la desinformación y el déficit de los «parámetros de necesidad informativa que debieran cumplir» los medios públicos son base, según dijo el periodista ayer, entre aplausos, de una situación peligrosa y que tiene mucho que ver con el auge de la extrema derecha.
Previamente, el pistoletazo de salida a la programación de esta XXXVII Semana Negra había llegado de la mano de Black Out, una novela «blandiporno» -como la definió el presentador del acto, Ángel de la Calle- de Víctor Claudín. Promete Black Out 300 páginas de noches de sexo y sangre que van de la mano de su anterior obra, Tentenublo, «material escrito en aquellos años 80 con el que me reencontré hace seis o siete años» y del cual han surgido ya, con esta, tres novelas escritas desde la penumbra del «alcohol, del sexo y la coca» de entonces. Publicada por la editorial Cosecha Roja, gira en torno a un único personaje que, al ser interrogado con la sospecha de haber matado a una prostituta, entra en un bloqueo -trastorno lagunar, según lo definen los científicos- que le hace salirse de la realidad y acabar narrándonos su pasado. Fue un personaje del que Claudín hubo de distanciarse, transformar en malo y, después, dejar que «el lector termine de construirlo».
«En el 82 empieza una nueva etapa en este país», afirmó, «y todo empezó a aplacarse, a domesticarse». De ahí, y como sistema de placaje a la explosión de libertades de la Transición, que también permitió la entrada de las drogas -quién sabe si de forma voluntaria-, el nacimiento de una Movida que, con forma de movimiento musical, acabó por convertirse, según De la Calle, en un momento de «black out, muy amnésico». «Nos lo pasamos muy bien, pero también hicimos muchas cosas y empezamos a ver peligros que se han ido confirmando a lo largo del tiempo», admitía, reflexivo, Claudín, responsable durante años de la mítica sala Elígeme. «Tuve que parar porque todo aquello me estaba matando (…) Fue una etapa fantástica, pero convulsa y peligrosa; he perdido a mucha gente, gente muy amiga de aquellas noches tremendas». Fue, efectivamente, el Black Out de toda una generación.
A las 18.30 llegó el turno de Txani Rodríguez, que presentó La seca (Seix Barral) junto a Leticia Sánchez y Nahir Gutiérrez. La novela, centrada en la difícil relación de una joven con su madre, documenta y recupera, a la vez, el viejo oficio de los corcheros, encargados de sajar la corteza de los alcornoques para obtener ese material por medio de «un sistema que no se ha modernizado, y que es muy estético». Recordaba Rodríguez las «manos negras de estos trabajadores, por el contacto de savia del árbol con el hierro de las hachas». La obra, plagada de vocabulario propio del oficio, milita en la pervivencia de las palabras «como cornizo» de una forma que permitió a Sánchez «conocer a los corcheros». En contra de lo que se pueda pensar, el título de la obra no viene por el difícil carácter de la protagonista, avivado por un miedo intenso que es «la idea clave en la novela». Se refiere, por el contrario, al hongo conocido como «la seca», que condena a muerte a los alcornoques y que se aviva por la acidez del suelo.
Se trata de una novela de generaciones que van y que vienen, que se enfrentan y que se mueren, el mismo destino al que parecen abocados los alcornoques. «Qué difícil es hacer que las personas que queremos se alejen de nosotros», reconocía Txani alrededor de otra de las patas fundamentales de su novela.
Todo lo contrario a eso, alejar, es lo que pretende hacer Luis García Jambrina con El primer caso de Unamuno (Alfaguara). A pesar de las dificultades que implica atreverse a transformar a un personaje tan conocido y malinterpretado como Miguel de Unamuno, a quien «se han intentado apropiar los unos y los otros; Falange siempre quiso hacerlo suyo», Jambrina, que estuvo acompañado desde las 19.00 (más bien desde las 19.15, porque La Seca dio para mucho) por Miguel Barrero, ha querido con esta novela, que cuenta la investigación de un crimen rural en la Salamanca de 1905 por parte del noventayochista, analizar la «España vaciada, a la que me gusta más llamar la España desahuciada», un fenómeno que «empezó hace más de cien años y se ve de forma muy clara en este momento». El crimen protagonista, que nos transporta al corazón del sistema caciquil instaurado por la Restauración borbónica, utiliza la compleja figura de Unamuno y la transforma.
No solo porque Jambrina convierta al escritor en detective, sino también porque confronta la famosa monogamia de Unamuno, quien se refería a su esposa como «mi costumbre» a la aparición de Teresa, una femme fatale que llega al pueblo buscando el foco de una posible revolución. «Yo no busco la verdad en mis novelas, pero sí la similitud, que resulte creíble». Y, aunque parezca mentira, lo consigue. ¿La clave? Según nos contó ayer, no fue otra más que la de acercarse a la figura del escritor «sin corsés, de forma libre». «No soy experto, y eso ayuda». Unamuno, dicen, dejaba libres a sus personajes. Y eso es lo que ha hecho Jambrina desde el sofá donde siempre escribe «de forma espontánea, sin saber qué me voy a encontrar». Ese es el ‘quid’.
A las 20.30 horas Ignacio Martínez Pisón recibió de forma anticipada, de manos de Miguel Barrero, la Rufa que le corresponde como finalista del Premio Espartaco con Castillos de Fuego. Premio Nacional de la Crítica y de Narrativa, el autor mereció que Txani Rodríguez le obsequiase con la afirmación de que «su obra, en perspectiva, es el gran mosaico del siglo XX». «Tenemos suerte de ser coetáneos de un escritor como Pisón», aseguró. Castillos de Fuego, una novela ambientada en la posguerra española, analiza la historia de un país cuyos destinos cambiaron por la raigambre anticomunista de Franco, «un dictador, domesticado y débil (y triponzón)» que encajó como la perfecta pieza que necesitaba el puzzle de las grandes potencias occidentales en la Guerra Fría. Podría haber sido de otra manera, pero no fue.
«El problema de esta historia es que sabemos cómo termina», fulminó Pisón, uno de las presencias más fuertes de esta SN 2024. No ocurre lo mismo con los conflictos actuales, otro de nuestros puntos cardinales. Desde Palestina, para rematar la jornada, conectamos con Jaldía Abubakra, activista de la diáspora, Alfonso Bauluz, presidente de Reporteros sin Fronteras y Eric Cuesta, de Médicos sin Fronteras, que nos hablaron de un conflicto en vías de resolución (o, más bien, de todo lo contrario). A este lado del charco, la reportera Patricia Simón. Fue a las 22 horas y la Semana Negra, afuera y adentro de las carpas, hervía de actividad. Poco más allá, el mar. ¿Venceremos?