La culpa
Luna roja
Lenka Dángel
2024-07-06
No era el remordimiento lo que le impedía conciliar el sueño. Eran las luces, los zumbidos y los fantasmas de aquella ciudad insomne que se pudría sin remedio. Hacía el intento, una y otra vez, sin esperanza alguna, pero con una tozudez casi maníaca. Trataba de adormecerse con la charla intrascendente de la radio, sumergiéndose entre las páginas de cualquier novela barata. Hastiado, terminaba paseando por el desvencijado apartamento, como un animal en su jaula. Fumaba. Fumaba sin parar. Abría una botella de ginebra. Se tragaba unos cuantos leterox. Fuera, la ciudad rugía.
‒Al menos podría usted intentar ordenar todos esos libros ‒le regañaba Tatiana de vez en cuando, sin la menor convicción.
Y él la ignoraba, dedicándole apenas un ademán distraído, mientras fingía enfrascarse en el periódico, o pasear su mirada vacía por el trozo de avenida gris. Ya ni siquiera se fijaba en ella. No como al principio. Años atrás, la presencia de la mujer le había despertado una suerte de nostalgia que, tras varios meses de acechados silencios, se tornó en un hambre punzante. Después, satisfechos los instintos, se había instalado entre ambos una rutina pegajosa y culpable, un desinterés gélido que recordaba un poco al rencor entre los viejos matrimonios. Nunca se habían tuteado. Hasta ese punto fueron capaces de mantener en alto sus barreras.
Tatiana había sido hermosa, de eso no cabía duda. Aún conservaba una figura medianamente bonita, más ancha que al principio, quizá menos firme, seguramente igual de acogedora. La mandíbula cuadrada que, en tiempos, le había dado un aire decidido y retador, se apretaba ahora con el cansancio de los que ya no esperan nada de la vida. Los ojos grises habían perdido el brillo, y la melena dorada estaba veteada de gris, sujeta siempre en un moño descuidado. Con todo, si algo delataba su edad eran las manos. Ya no eran las de una pianista en el exilio. Eran las de una fregona. Olía a lejía, a desinfectante. A la sopa de cebolla que preparaba casi cada noche, y cuyo tufo triste se colaba por los conductos de ventilación de todos los apartamentos aledaños. Toda ella le provocaba una desazón intensa, casi abrumadora. Pero, al mismo tiempo, era la única persona en el mundo que aún le dirigía la palabra. Que aún le conocía un poco y se preocupaba de si vivía o moría. Así pues, cada tarde sentía un amago de ira sorda ante la idea de volver a verla y, al mismo tiempo, un pánico atroz a que ella se hartara. A que no volviera. Estaba bastante seguro de que Tatiana danzaba entre aguas parecidas. El hartazgo de ocuparse de él, aquel ser inaccesible de monstruoso egoísmo. El miedo a perder el único asidero que aún le quedaba.
Podrían haberse querido, claro. Podrían haberse acompañado, al menos. El problema era que ninguno de los dos podía ofrecer más que un pálido fantasma deshilachado. Él tenía la culpa, la ginebra, el leterox y sus pilas de libros polvorientos. Ella tenía los horrores de la guerra, el vodka, los cortes en los brazos, los sueños rotos, los nocturnos de Chopin, rayados ya a fuerza de escucharlos. ¿Cómo juntar dos naufragios y seguir a flote?
‒Un día va a salir ardiendo todo el piso ‒reprochaba Tatiana, con su acento de erres marcadas, apagando la enésima colilla.
Le miraba desde la arcada del salón, los brazos cruzados sobre el pecho, la boca apretada. Él continuaba fumando junto a la ventana, sin volverse.
‒Le he dejado guiso de carne en el horno ‒intentaba ella‒. Mañana volveré y le plancharé esas camisas.
‒Gracias, Tatiana ‒musitaba él, mecánico‒. Tiene el dinero en la mesilla del recibidor.
La mujer entrecerraba los ojos un instante, con un relampagueo de ira que él nunca vio, pero que imaginaba perfectamente. Odiaba que él le pagara, pero no podía renunciar a su salario. Lo que sacaba limpiando oficinas apenas cubría sus gastos. Contenía un nuevo suspiro y, silenciosa como una gata, salía del apartamento y desaparecía por la escalera.
Estaba atrapado, sí. Atrapado en una tela de araña sofocante. Siete años después, persistían las sospechas, los susurros a su espalda, los encarnizados debates en torno a su persona (a favor y en contra), que enmudecían de inmediato en cuanto él entraba en una habitación. Continuaban las miradas de lástima de quienes habían sido sus colegas, la curiosidad morbosa de sus antiguos aprendices, el estremecimiento involuntario de todas aquellas alumnas que lo habían amado en secreto. Siete años desde la desaparición de su mujer, desde su caída en desgracia. De estar en lo más alto de los altares académicos a conformarse con un puesto no más importante que el de un conserje. Nadie había podido probarla. Sólo Tatiana fue capaz de vislumbrar su abismo, en una noche traicionera en la que él se creyó por fin a salvo, en brazos de Morfeo. Despertó gritando, cubierto de sudor, notando aún la garra helada de su pesadilla en la garganta. Tatiana fingió no haber escuchado, pero él supo que ella lo sabía. Aquel relámpago en sus ojos, el del terror, sí llegó a verlo. No hablaron del tema. No hubo preguntas. No hizo falta. Quedaron presos para siempre en la misma trampa, enfangados en el mismo secreto. Callando juntos.
Pero, al menos, la tenía. Ella ya no podría escapar. No podría abandonarle en aquel purgatorio de sirenas y basura. Seguía allí, sepultada en la pared. Largos y pálidos huesos. Los neones de su calle continuaban desangrándose en los charcos. Y, en cada maldito parpadeo, era su nombre el que escribían en el cielo.