Espacio AQ
2021-07-16
Jesús Palacios (con la colaboración de Rakel Suárez)
Jornadas duras e intensas en la Semana en general y en el Espacio AQ en particular, por aquello de que anoche andaban ya todos los finalistas a los premios saltando de carpa en carpa y tiro porque me toca. Para ir dosificando, empezó la cosa con La vida cuando era frágil (Huso), novela de Ada Valero sobre la joven generación, drama social en clave negra, por aquello del detective que investiga más que nada, en torno al inesperado suicidio pactado de dos jóvenes muchachas, que será sólo la punta del iceberg de un crimen más triste, violento y oscuro. Como explicó su compañera de mesa y editora, Maida Bustamente, esta es una novela dura, sin barroquismos literarios ni excesos narrativos, que busca impactar y concienciar al lector acerca del problema de los adolescentes actuales, enzarzados en una suerte de nueva guerra de sexos, que se suma a la fragilidad de esos años de formación en los que nos creemos inmortales siendo en realidad del más frágil cristal. Redes sociales, obsesión por la imagen y la popularidad, generan un caos en el que los padres parecen haber renunciado a ejercer autoridad alguna sobre sus hijos, mientras se multiplican los casos de asaltos sexuales y manadas. La autora sabe mucho de todo esto, pues licenciada en filología da clases a alumnos y alumnas de instituto, y ha sido esta experiencia de primera mano la inspiradora de una obra que primero es retrato social y sólo en segunda instancia novela negra. Ahora, lo que hace falta es que padres e hijos la lean y aprendan.
Los que no aprenden son Alfonso Mateo-Sagasta ni Fermín Goñi, a quienes les pusieron de vigilancia policial al experimentado Rafa González, bien curtido en sus añagazas, pero que pese a todo la liaron un poco cuando, para presentar la nueva y fastuosa edición de Ladrones de tinta, el thriller histórico-picaresco con el que Mateo-Sagasta ganara la primera edición del Premio Espartaco de novela histórica que otorga la Semana desde el año 2005, descubrieron que ni siquiera tenían ejemplares del libro, primorosamente editado por Reino de Cordelia y profusamente ilustrado por al maestro José María Gallego, parte gráfica del dúo satírico inmortal Gallego & Rey, con lo que estuvieron a vueltas con el móvil para mostrar su portada. Mientras, recordaron con detalle esta primera aventura de Isidoro Montemayor, contratado para descubrir quién se escondía tras la personalidad de Avellaneda, autor de la falsa segunda parte del Quijote, a fin de darle la del pulpo, de parte del editor de Cervantes. Por supuesto, entre el florido verbo de Goñi y la amena erudición de Mateo-Sagasta, llegaron varios ejemplares a la mesa en mitad de la charla, para disgusto de su autor que se mostró apenado al ver que todavía no se habían agotado todos. Fascinado por las estupendas ilustraciones de Gallego, quien ha puesto su arte al servicio de obras como La isla del tesoro, Cyrano o Luces de bohemia, el escritor confesó haber hecho incluso algunas correcciones a su texto influido por los dibujos del artista, así como que no le importaría en absoluto que este se ocupara de ilustrar también el resto de aventuras de Montemayor. Mateo-Sagasta, historiador y arqueólogo, sabe bien que escribir novela histórica es escribir ciencia-ficción, solo que en vez de situada en el futuro emplazada en un pasado imaginario, al que a través de la metaficción hace fluir y confluir con el presente, en un diálogo rico y juguetón que devuelve a la vida los tiempos pasados, con todo su perfume (tirando a hediondo en el Madrid del siglo XVII) y atmósfera cotidiana, al tiempo que rompiendo mitos como la decadencia del Imperio o el mal reinado del débil monarca Felipe III. Sea como fuere, entre erudición, complicidad y buen humor, este trío calavera nos dejó con una pícara sonrisa en los labios.
La cosa volvió a ponerse negra con la presentación de uno de los finalistas al premio Hammett, que hoy ya sabrá si pasó o no la línea de meta. En cualquier caso, Las jaurías (Roca Editorial), de Alberto Gil, tiene ya en su haber el Premio L’H Confidencial de Novela Negra 2020, así que no puede quejarse demasiado. Como ilustró su introductor, Ángel de la Calle, entre las muchas virtudes de la novela cabe destacar su brevedad, concisión y justeza expresiva («es como un disparo»), estilo netamente negro que sirve a su autor para arrastrarnos en un viaje múltiple: en el tiempo, al año 1965 cuando el general portugués en la oposición a Salazar Humberto Delgado (que también era de cuidado: partidario de Hitler en la segunda guerra mundial y anticomunista hasta la médula) y su secretaria y amante fueron asesinados brutalmente por agentes de la policía política portuguesa, contando con la colaboración voluntariosa de la franquista; en el espacio, desde Madrid hasta pueblos y lugares como Olivenza y Oliva de la Frontera, en la delgada línea que nos separa de la vecina Portugal, donde tuvieron lugar estos y otro par de misteriosos asesinatos por la misma época; y en la experiencia personal del protagonista, Abel Castro, veterano y cínico periodista, quemado por el sol, que decide ayudar a la joven prometida de su hijo, Catarina, una fotógrafa portuguesa cuyo propio pasado y misterio familiar se entrecruzan con esta saga fronteriza de crímenes políticos, contrabando, caciquismo y memoria histórica olvidada. Sea o no ganadora del Hammett, a quién seguro se ganó fue a Ángel de la Calle, que destacó cómo Las jaurías conectaba la violencia del pasado con la de sus herederos actuales, como si por aquellos y otros pagos fronterizos poco o nada hubiera cambiado.
De una frontera hispanolusa, que hubiera podido ser escenario para un western crepuscular de Peckinpah, nos fuimos a una novela negra muy polar, pero no por ser francesa, sino por desarrollarse en el gélido escenario de las antaño conocidas como Islas de la Desolación, así llamadas por algo, frente a la Antártida. Los gatos salvajes de Kerguelen (Altamarea), ópera prima de Marta Barrio, nominada al Silverio Cañada, toma su nombre, como explicó la autora en diálogo con Carolina Sarmiento, de los felinos que habitan en sus agrestes y áridas desolaciones blancas, gatos asilvestrados que apenas viven cinco años, tienen el tamaño de perros y arañan como pumas, que sirven también como metáfora del descenso a la violencia amoral y el asesinato de un grupo de científicos aislados en las Kerguelen, mientras estudian los apocalípticos efectos del cambio climático y comienzan a desconfiar unos de otros y hasta de sí mismos. Y es que, como la dulce, simpática y humilde Marta Barrio afirmó con una sonrisa, «el hombre no es bueno por naturaleza». De hecho, suelto en la naturaleza, lejos de leyes y civilización, ¿por qué reprimirse? Lectora de novelas criminales exóticas, como las situadas por Patrick Manoukian en Mongolia, fascinada por los misterios excéntricos de Fred Vargas (que todo el mundo se empeña en llamar novela negra cuando se trata de novela enigma o de misterio, como bien claro dejó su autora a su paso por la Semana), y por las novelas de aventuras con toque de divulgación al estilo Julio Verne, Marta Barrio conoce bien a los científicos (su hermano es uno de los que viajó hasta las Kerguelen) y sabe que bajo su fría y lógica apariencia pueden ser tan temperamentales, emocionales y peligrosos como cualquier gato salvaje.
Estando ya en el 2020, nada más lógico que sentir nostalgia por el mal rollo juvenil de los ochenta y los noventa, antes de que las redes sociales lo fueran todo, y todavía las pandillas de adolescentes y jóvenes inmaduros pudieran ahogarse en su propio angst existencial, con olor a cerveza, marihuana, semen y alcohol duro, con banda sonora grunge y ánimo de ser menos que cero en la vida, si es que hay vida que merezca ese nombre. Arena (Tusquets), tercera novela de Miguel Ángel Oeste, presentada por Berna González Harbour, es todo eso y mucho más: western playero, descenso adolescente a los infiernos, producto de un escritor obsesionado por el cine, el cómic y la literatura, un verano malagueño más del 92 que del 42 que pese a su sórdido devenir no deja de tener algo de la luminosidad de la comedia juvenil de los ochenta.
Y de la playa malagueña a la Corte de Luis XV en la Francia de 1753, con una obra finalista del Espartaco, la juguetona El cocinero y la ostra (Reino de Cordelia), primera novela de Lucía Núñez García, glosada por Mateo-Sagasta, mejor padrino imposible, que recrea utilizando toda suerte de estilos y formatos literalmente barrocos (teatro, novela epistolar y hasta música) una enrevesada trama de extraños amoríos entre el monarca francés, su amante del momento, Catherine de Baupré, y el ingenuo y romántico cocinero y aventurero Diego de Hurtado, que ha de espiar sus encuentros en el château des Ormes. Fiestas de disfraces y mascaradas, grandes farsantes como Casanova o Cagliostro, seguidores de Linneo, cierto famoso autómata jugador de ajedrez y todo tipo de personajes reales que parecen inventados e inventados que parecen reales, desfilan por este gozoso juguete histórico y metaliterario que hunde sus amorosas raíces en el mundo de Choderlos de Laclos o Vivant Denon.
Si, como dice Mateo-Sagasta, la novela histórica es ciencia ficción que transcurre en el pasado… ¿Es la ciencia ficción novela histórica que transcurre en el futuro? En cierto modo, eso se desprende de La tetera de Russell (Reino de Cordelia), finalista al premio Celsius a mejor obra de terror, fantasía o ciencia ficción, novela de Pablo Sebastiá Tirado, que fue introducida con garbo, simpatía y conocimiento de causa por Rakel Suárez (que se está poniendo colorada según lee esto). Thriller futurista, sátira utópica (sí, que no distópica: la España del 2072 es el paraíso del trabajador, la justicia social y el progreso científico, exportadora principal de logaritmos matemáticos al resto del mundo), y pura ciencia ficción especulativa con ribetes metafísicos, su autor nos explicó de dónde venía su título, esa tetera que puso en órbita el filósofo, escritor y matemático Bertrand Russell para explicarnos el agnosticismo y de paso la prueba de falsación de Popper (que no es lo que esnifan los gays en las discotecas, sino otro gran filósofo de la ciencia). Y si todo esto puede parecer increíble, más lo es pensar, como indicó con ironía el autor, que ahora todos llevamos máscaras como la que llevaba siempre el ínclito Michael Jackson hace unos años, o que más temprano que tarde el mundo será, no de los ingenieros industriales o de minas, como creían nuestros padres, sino de los matemáticos, cuyos cálculos cuánticos son fundamentales para los ordenadores, tabletas, móviles y demás artilugios digitales futuribles. Al final, insistió Tirado, puede que la gran ironía venga a ser que después de perseguir a Dios a base de religión y mística, sean las matemáticas las que nos descubran su existencia. O no.
Y la jornada terminó para AQ con aires de novela gráfica doblemente militante, porque si por una parte la nueva edición del cómic Miguel Núñez: mil vidas más (Desfiladero), muy íntimamente ligado en su génesis a la propia Semana Negra, es la biografía vertida en imágenes seriadas del susodicho Miguel Núñez, militante comunista cuya ejemplar lucha por la democracia y la libertad no terminó con la derrota republicana tras la guerra civil, sino que le llevó a seguir en su empeño a través de la resistencia antifranquista, afrontando juicios sumarios, torturas a manos de la brigada político-social y quince años de encierro en distintas cárceles franquistas, sin cejar nunca en su empeño; por otra, estamos también ante una nueva declaración de principios de sus autores, el guionista y presencia siempre fundamental en la Semana Pepe Gálvez, verdadero ideólogo del arte secuencial, y el gran dibujante Alfons López, quienes muestran una vez más que el medio de la historieta es perfecto para llevar la historia, las ideas y los ideales de un pasado a rescatar urgentemente a toda una nueva generación de lectores. Así lo señaló el editor francés de la obra, Raúl Mora, quien estuvo en la mesa junto a Gálvez, moderados todos, en la medida de lo imposible, por Norman Fernández. Cómic para contar la historia silenciada, que ahora, con 37 páginas más que en su edición original, devuelve a la vida una y mil veces más a Miguel Núñez, con toda la energía de quien lucha por sus ideales, por encima incluso de su propia militancia, de partidos y ortodoxias. Más que un cómic político, una política del cómic.