Blanche
Luna roja
Lenka Dángel
2024-07-08
La puerta del despacho se abrió con estrépito, y una mujer irrumpió en medio de un furioso taconeo y airadas protestas. Tras ella, una joven secretaria de aspecto eficiente, con las mejillas coloreadas por el enfado, se alzó de puntillas y levantó la voz, procurando hacerse oír sobre los lamentos de la otra.
‒Le pido disculpas, señora Doyle ‒exclamó‒. Le he dicho que no podía entrar, pero no ha querido hacerme caso.
La Detective alzó las manos en un gesto tranquilizador.
‒No pasa nada, Molly, yo me encargo.
La aludida hizo un mohín de desconfianza, se tiró con fuerza de la chaqueta y colocó un rizo rubio detrás de su oreja izquierda. Estaba tan sulfurada que a Morgan le chocó no ver sus gafas doradas empañarse. Cuando la empleada salió, cerrando la puerta acristalada tras de sí, la recién llegada tomó asiento sin esperar invitación alguna.
‒Esta es nueva, ¿verdad? ‒espetó, contrariada‒. No la había visto nunca. ¿Qué ha sido de la encantadora Paula?
‒Está encantadoramente jubilada ‒respondió Morgan, cerrando el dossier que había estado consultando y apoyando los codos sobre la mesa.
‒Pues esta otra no me gusta ‒se quejó la visitante, desdeñosa‒. Es una sabihonda sin modales, como todas las chicas de hoy en día. Despídela. Y que vuelva Paula.
Morgan Doyle tenía muy claro que, con algunos clientes, intentar discutir suponía una auténtica pérdida de tiempo. Y, si con alguien resultaba especialmente inútil tratar de hacerlo, esa era Blanche Moreau. Así pues, entrelazó los dedos, dejó que su barbilla descansara sobre ellos y se dispuso a esperar pacientemente a que el sainete comenzara. Frente a ella, impecablemente ataviada con un traje gris, tres vueltas de perlas al cuello y un delicado sombrero, la señorita Moreau, los tobillos cruzados y el ceño fruncido, se despojó de uno de sus guantes, abrió su pequeño bolso y extrajo una pitillera nacarada. Asió el encendedor de plata de Morgan (regalo de los chicos de la comisaría de la Calle Trent), prendió uno de sus largos cigarrillos y exhaló una nube de humo, juntando con delicadeza sus labios pintados de un rojo chillón.
‒Sabes que odio presentarme así, Morgan, querida, pero es un asunto de extrema urgencia ‒aseguró, estrujando el guante con ansiedad‒. Verás, resulta que he estado hablando con el antiguo socio de Patrick, ese tal… Richard Walsh… un tipo nada recomendable, debo decir… y, no te lo vas a creer, pero me ha confirmado lo que sospechábamos.
‒¿Ah, sí? ¿Te lo ha confirmado, Blanche?
‒A regañadientes, por supuesto. Tuve que insistir muchísimo, como comprenderás, y por descontado no quiso admitirlo claramente…
‒Entiendo…
‒… pero tampoco lo negó ‒apuntó la mujer, molesta por el escaso entusiasmo de la Detective‒. Es más, podría decirse que lo reconoció veladamente.
‒Podría decirse ‒repitió Morgan, cansada‒. Ya.
‒¿A qué viene ese desinterés? ‒la increpó Blanche, cada vez más irritada‒. Te digo que ese sujeto prácticamente me ha confesado que tuvo algo que ver con la desaparición de Patrick. Y jamás adivinarías quién fue su cómplice.
‒¿Emma Kelly? ‒sugirió la Detective con calma.
‒¡Exacto! ‒exclamó la señorita Moreau, exultante, inclinándose sobre el escritorio con aire confidencial‒. ¡Es justo lo que pensábamos! ¿Te das cuenta? Esa condenada… víbora irlandesa ha estado siempre…
Incluso en medio de su cólera, Blanche fue capaz de captar cómo las cejas de Morgan Doyle se arqueaban, y tuvo la decencia de enrojecer, componiendo un gesto de arrepentimiento.
‒Oh, querida, discúlpame ‒suplicó‒. Había olvidado que tú también eres… pero, en fin, no sigamos con eso. La cuestión es que, finalmente, tenemos una pista. Un hilo del que tirar.
‒¿Y cuál crees que sería el móvil?
‒¡El dinero, naturalmente! Esos dos estaban liados desde el principio. Es la historia más vieja del mundo, en realidad. El socio sin escrúpulos que seduce a la esposa adúltera. Juntos planean deshacerse de lo único que les impide dar rienda suelta a su lujuria y a su codicia. ¡Tienes que interrogarlos, Morgan! La policía nunca se ha tomado esto en serio, pero tú…
‒Está bien, Blanche, de acuerdo ‒concedió la Detective, haciendo girar su silla y poniéndose en pie. Rodeó la atestada mesa y tomó las manos de la señorita Moreau entre las suyas‒. Yo me ocuparé de todo. Haré unas cuantas llamadas e investigaré tu pista. Pero, Blanche, tienes que prometerme que no volverás a implicarte en este asunto, ¿de acuerdo? Corremos el riesgo de fastidiarlo todo. Quédate en casa y espera noticias mías.
Los ojos azules de la clienta se llenaron de lágrimas. Preparada para tal eventualidad, Morgan le tendió su pañuelo, y soportó estoicamente la retahíla de agradecimientos. Después, acompañó a la mujer hasta la salida, dándole reconfortantes palmaditas en la espalda. Junto al archivo, la perspicaz Molly aguardaba, cruzada de brazos.
‒¿Quién es esa descarada mujer y por qué su cara me resulta tan familiar, tía Morgan? ‒inquirió, entre intrigada y ofendida.
‒Es Blanche Moreau, Molly. Viene cada semana desde hace años. Hazte a la idea de que vas a verla con frecuencia por aquí.
‒Blanche Moreau, Blanche Moreau… ‒salmodió la chica, entrecerrando sus ojillos de ardilla‒. Espera, ¿es esa Blanche Moreau? ¿La hija del financiero?
‒La misma ‒corroboró la Detective, sirviéndose un café que debía llevar al menos tres horas helándose en su jarra‒. Es gracias a la influencia y los millones de su padre que tenemos el dudoso placer de conocerla. Si fuera la hija de un plomero, te aseguro que seguiría en la cárcel.
‒La verdad, no recuerdo muy bien los detalles de su caso.
‒Porque eras una niña entonces, cielo. La prensa no habló de otra cosa en el 31. Un joven abogado desaparecido, el socio y la esposa en el punto de mira… y al final resultó que todos mirábamos en la dirección equivocada ‒resumió Morgan, dando un sorbo al café y exhibiendo una mueca de horror‒. En fin, ahora tendré que volver a llamar a Emma Kelly y a Richard Walsh para disculparme en nombre del honorable y muy rico Monsieur Moreau, que, seguramente, les extenderá un par de cheques por las molestias. Y, de paso, le pediré de nuevo al caballero que envíe a su hija a un balneario una temporada. Es la única manera de tener un poco de paz.
‒Ella era la secretaria del bufete, ¿verdad? ‒aventuró Molly, haciendo memoria.
‒Al acaudalado papá le pareció muy buena idea que su hija trabajara honradamente para ganarse el pan. Seguro que, de haber sabido lo que pasaría…
‒¡Ya recuerdo! Blanche se obsesionó con el señor Kelly, ¿no es cierto? Lo persiguió durante meses, no aceptaba una negativa. Estaba empeñada en que él dejara a su mujer…
‒Y, como el bueno de Kelly se negó, la querida Blanche le metió un balazo en la frente ‒explicó Morgan, suspirando‒. No fue fácil conseguir que la declararan loca, pero no hay nada que una fortuna inmensa no pueda comprar. Tres años en una lujosa institución privada y aquí tenemos a Blanche de vuelta, inasequible al desaliento.
‒Madre mía… ‒exclamó Molly, soltando un estruendoso silbido‒. Pero sigue completamente loca, ¿verdad?
‒Desde luego ‒asintió la Detective‒. No ha dejado de venir, cada maldita semana, con su absurda teoría del triángulo amoroso. Supongo que debería mandarla al infierno, como hizo la policía hace tiempo, pero… ¿qué quieres que te diga? Siento cierta lástima por ella.
‒¿Por una tipeja que asesinó a un hombre inocente? ‒se escandalizó Molly.
Morgan Doyle volvió a suspirar, alzando los brazos con impotencia.
‒Cariño, ¿no lo entiendes? Ella no lo sabe. Su mente se niega a aceptarlo, supongo. No viene a verme para que descubra quién mató a Patrick Kelly. Viene a verme para que lo encuentre.0