Avatares de una izquierda sin puntería en una civilización frenética
Michel Suárez
2021-07-15
I
Leo en alguna parte que la izquierda de los de abajo ha tomado buena nota de su reciente debacle electoral y del auge de la extrema derecha. Tras un examen concienzudo, sus influencers han llegado a la conclusión de que es necesario cambiar la «estrategia comunicativa» y apretar el cuchillo entre los dientes. Y es que la política, ya se sabe, no es sino comunicación, mercadotecnia electoral. Al grito de: «¡Que viene el fascismo!», los progresistas tocan a arrebato y llaman a bajar al fango. Nada de dialogar educadamente con los representantes de la España ultra, como cuando el señor Pablo Iglesias Turrión ejercía de tertuliano en una cadena de televisión nacional católica y declaraba, con una gallardía que daba la risa: «Es un gusto cruzar las líneas enemigas y charlar en territorio comanche». Pues bien, ahora, a los comanches, ni agua. ¿Qué quiere usted? Para fondear en la cima del poder hay que ser un experto en mistificación y hacerla pasar por astucia política.
Creo que era Demóstenes quien se quejaba de que antes de escuchar los discursos sobre los verdaderos problemas de la sociedad sus enemigos siempre preguntaban: «¿Qué hay que hacer?». ¿Qué hacer? Minimizar daños, modular el acento y ser tan agresivos como los ultras, responde la izquierda. Mañana, al calor de nuevos rumores, estadísticas o comicios decisivos cambiará el discurso y con él la estrategia y los principios.
Al hilo de estos bandazos, recuerdo que hace un tiempo me invitaron a presentar una revista que un amigo y yo editamos contra la marcha de la civilización. Ante un aforo bajo mínimos sugerí la necesidad de construir una sociedad autónoma mediante la forja de un sentido común de lo político, no confundir con la política, una tarea que nos obligaría, entre otras muchas cosas, a reorientar radicalmente nuestras relaciones con la naturaleza, frenar el desarrollo tecnológico, cuestionar de raíz la noción de trabajo y de producción, y, sobre todo, abolir la separación entre gobernantes y gobernados. En suma, un programa de transformación profunda de nosotros mismos cuya premisa, como quería Demóstenes, es la identificación de «los verdaderos problemas de la sociedad».
Cuando concluí, uno de los asistentes, que se definió como materialista histórico, tomó la palabra y, sin demasiados preámbulos, afirmó que el ponente, o sea, servidor, no solo erraba el tiro, sino que, además, mi critica, etérea y grandilocuente, se apartaba de los problemas inmediatos y adolecía de un pesimismo paralizante. «El problema no es la estructura, sino su orientación», aseguraba, airadamente, el materialista histórico; una vez en el poder, «la verdadera izquierda erradicará la corrupción y pondrá los adelantos tecnológicos al servicio del bienestar de la mayoría», concluyó mi crítico, no sin antes invitarme a abandonar el bando de «los profetas de la catástrofe».
Como rebatir estas objeciones me habría llevado un tiempo del que no disponía, me limité a responder que tanto el pesimismo como el optimismo con respecto a la realidad son dos actitudes perfectamente irrelevantes. En tanto que opciones personales, somos libres de hundirnos en el lacónico gemido de la primera o en la ingenua esperanza de la segunda, sin que al mundo le importe lo más mínimo.
Y es que el nudo del problema no reside en el avance, inquietante, sin duda, de ideologías ultras, sino en sus raíces. Ahora que todo el tinglado del bienestar se viene abajo, que la crisis ecológica se nos echa encima, que el sistema, por primera vez, no garantiza un nivel de consumo aceptable para la mayoría, la izquierda se lamenta de que los trabajadores voten al fascismo. Continua erre que erre con su condena de la corrupción como fuente de (casi) todos los males y su defensa de una buena orientación del progreso. En vano procuraremos en sus filas una crítica, por superficial que sea, de la sociedad del bienestar, más precisamente, adquisitiva (Tawney), y del modelo antropológico que le corresponde. Por lo general, sus objeciones se limitan a deplorar la injusta redistribución de la riqueza, repudiar la monarquía y cosas por el estilo. A veces, en el colmo de la demagogia, parlotea sobre el desarrollo sostenible, o, como en el caso de cierta ministra de trabajo, recurre a espíritus luminosos como Simone Weil para descubrir, ¡oh, sorpresa!, que el trabajo asalariado aniquila el espíritu. Esto lo ha dicho, insisto, una ministra de trabajo del PCE, muy bien considerada, por cierto. Hasta donde sé, sobre la convicción central de la gran Simone, que el progreso refuerza la opresión, no ha dicho nada.
Tras un ciclo de recesiones, crisis estructurales y pandemias, el ciudadano educado por décadas de desarrollo, bienestar y crecimiento económico se ve ahora confrontado a un angustioso horizonte de desempleo, precarización general y ausencia de expectativas. Cómo no añorar los viejos buenos tiempos en que la clase media disfrutaba de un empleo estable y vacaciones pagadas, compraba un coche último modelo y veía la tele en familia. Deshecho el encantamiento del bienestar, los discursos de orden que apelan a la España que madruga, al patriotismo y la xenofobia hacen su agosto. Mientras, la izquierda progresista, pilar fundamental de esta sociedad de la desmesura y la irresponsabilidad, se hace cruces al ver que los trabajadores se tragan esta propaganda ridícula. «¡Son unos desclasados, unos irresponsables que votan contra sus intereses!». ¡Oh, trabajadores irresponsables! ¿Habéis oído? Prestad atención a vuestros pastores y votad como debéis. Pero antes, ignorad que quienes arremeten contra vuestras preferencias electorales y vuestro nocivo modo de vida son los mismos que, desde el gobierno del progreso, conceden ayudas para la adquisición de automóviles, consolidan el gasto militar, hacen la vista gorda ante las privatizaciones encubiertas y os cierran la boca con el código penal.
¡Ah, ya, otro nihilista que critica por criticar sin ofrecer alternativas! Entonces, ¿qué?, me dirá. Entonces, nada, lector. Más allá de algunas líneas maestras, la cuestión social no admite recetarios. Yo, desde luego, no los dispenso. Pero es probable que usted, como mi izquierdista detractor, considere esta escueta réplica tan cínica como inaceptable. David Hume sostenía que ninguna crítica puede ser instructiva si no desciende a los detalles y se preocupa por presentar numerosos ejemplos e ilustraciones. Así pues, siguiendo el consejo del escocés, y para defenderme de la acusación de demagogo, me detendré brevemente en algunos casos concretos extraídos de la mismísima realidad para poner al desnudo su carácter demencial.
II
En cierta ocasión cayó en mis manos un periódico de tirada nacional. Sin mayor entusiasmo, eché una rápida ojeada y entre un bosque de anuncios e insignificancias, de cotilleos y rebuznos de opinadores, mi atención se centró en algunas noticias que muestran mejor que cualquier análisis de coyuntura, como diría un materialista histórico, por donde van los tiros de nuestra civilización.
En sus páginas centrales, el diario recogía la carta abierta de un hombre de negocios en horas bajas empeñado en defender su credibilidad y recuperar la confianza del público. La misiva comenzaba con una declaración de principios que anunciaba el tipo de temperamento con el que nos las veíamos: «A lo largo de mi actividad empresarial, los éxitos y las conquistas superaron con creces los fracasos y los errores». Perfecto; he aquí un ganador que se jacta de serlo.
Después de esta condescendiente introducción, el empresario declaraba tener conciencia de haber sido «un símbolo para la gente». ¿Un símbolo para los ciudadanos? Tal vez, pero en todo caso de la marrullería empresarial y del poder del dinero, lo que no avergüenza ya ni a uno ni a otros.
Tras esta intrépida presentación, y con la intención de perdonárselo todo a sí mismo, pontificaba sobre las indudables ventajas que su insaciable codicia aportaba a la sociedad: «En estos últimos años aprendí mucho, me equivoqué, pero también acerté, contribuyendo a la generación de riqueza para terceros, para mi, y principalmente para los inversores». No conforme con subrayar su papel en la prosperidad general, se adentró, sin el menor complejo, en el terreno de la moral: «Honraré cada céntimo que debo», sentenció. Esta frase tiene su intríngulis; insinúa una discusión semántica, ya que honrar puede interpretarse como satisfacción de un compromiso o como muestra de respeto. Falsa querella: se interprete como se interprete, el héroe caído no trata con hombres y mujeres de carne y hueso, sino con dinero e inversores, y es a ellos a quienes debe obediencia y lealtad.
Desgraciadamente para él y, por elevación, para toda la sociedad, la fortuna no le fue propicia y el prócer se topó con algunos escollos que le sumieron en una profunda melancolía, excelente estado de ánimo para la reflexión: «Más que nadie, me pregunto dónde me equivoqué. ¿Qué debería haber hecho de otra forma?». Esta respuesta me conmovió; en su catarsis, ¿habrá buscado inspiración en la sabiduría de los clásicos? Veamos.
«Una primera cuestión está relacionada con el modelo de financiación que escogí para las empresas. Si pudiese volver atrás en el tiempo no habría recurrido al mercado de acciones». ¡Magnífico! ¡He ahí todo un examen de conciencia! Lamentablemente, lo único que demuestra este patético acto de contrición es que es un asno, y no el asno de Apuleyo precisamente. ¿Cómo explicarles a estos avaritiae mancipa, a estos esclavos de la avaricia, como los definió Robert Burton, que no tenemos ninguna necesidad de emprendedores empecinados en construir un mundo en el que la sed de riqueza pase por encima de la solidaridad y el desinterés?
No existe ningún motivo para pensar que este pomposo con ambiciones sea un ingenuo; ya lo dijo Balzac: «Donde comienza la ambición cesan los sentimientos ingenuos». Pero tampoco debemos imaginar que alberga propósitos siniestros: simplemente, cree en sus propias fantasías. Esto no significa, sin embargo, que debamos morder el anzuelo en el que se agita. ¿O acaso pretende persuadirnos de que la acumulación de una colosal fortuna en manos de un individuo, circunstancia que altera radicalmente el mapa del poder, es una bendición para el bien común? ¿Que babear por el oro y aspirar a ver su nombre en las listas de los más ricos es una pasión inocente que trabaja a favor de la equidad y la justicia?
Para rematar su lamentatio, el ídolo abatido apelaba al fervor patriótico: «Soy un emprendedor que cree en lo que hace y ama a su país». ¿Le suena el cuento? Ya sabe: «Si te pillan con las manos en la masa, iza la bandera». Sin embargo, su magnífica estupidez no nos conmueve: no ensucie la maravilla del amor y no ame a su país; estese quieto y no emprenda nada; tenga menos certezas a la hora de actuar, y, sobre todo, no adopte ese tono solemne en la derrota. El lamento del perdedor solo le está permitido a quien sucumbe con grandeza, a quien, como Dido, parte voluntaria a la muerte por haber perdido el amor de Eneas, pero no a un vampiro empresarial que ignora, tanto en el éxito como en la derrota, que sus negocios no quedarán impunes: en el primer caso, le condenarán a la vulgaridad; en el segundo, a la ruina sin honor. «Los negociantes son los más sórdidos y estúpidos actores de la vida humana: no hay cosa más vil que su profesión, y, como corolario de la obra, la ejercen de la forma más puerca. Son, en general, perjuros, mentirosos, ladrones, trapaceros, impostores. No obstante, debido a su riqueza, se les tiene en gran consideración». Palabras de Erasmo.
Finalmente, nuestro emprendedor fue carne de tribunal. La lista de los gravísimos delitos que se le imputaban era tan extensa que, a simple vista, era evidente que le haría falta algo más que una carta abierta para librarse de una buena temporada a la sombra. O no. Los caminos del poder son inescrutables. Al final, se libró por los pelos y no cumplió condena. «¡Ándese con ojo la próxima vez!», parecía sugerirle el juez mientras abandonaba la sala.
III
Prosiguiendo la lectura del diario, un postadolescente, de profesión youtuber, declara que la fama le ha llegado antes de lo que pensaba. Es decir, que antes de alcanzarla, el muchacho ya se afanaba por conseguirla. Pero la fama, se quejaba este teenager que se pasa quince horas diarias frente a la pantalla y vive a base de congelados y bebidas energéticas, es «difícil de llevar». Ya lo ve usted: en esto de la fama, no es oro todo lo que reluce.
En relación a la celebridad, la egolatría y el narcisismo las cosas, hay que decirlo, se han salido de madre. Al dinamitar las compuertas que protegían la vida íntima, la sociedad digital ha puesto en boca de todos murmullos que no deberían haber llegado a oídos ajenos. Este runrún se acepta con naturalidad; la propagación compulsiva de todo tipo de opiniones, imágenes o, ¡ay!, íntimas truculencias hace de cualquier hijo de vecino un potencial aspirante a la popularidad. Nuestra civilización se ha convertido en una empresa patrocinadora de trapos sucios, cuchicheos de alcoba, infidelidades y una pseudocrítica encapsulada en dos líneas o desarrollada en un hilo.
Fernando Pessoa sentía una gran tristeza cuando pensaba en los hombres célebres. La celebridad, aseguraba, «es un plebeísmo» que «debería herir a un alma delicada». Y es que «estar en evidencia, ser visto por todos inflige a una criatura delicada una sensación de parentesco exterior con las criaturas que arman escándalo en las calles, que gesticulan y hablan alto en las plazas. El hombre que se torna célebre se queda sin vida íntima: las paredes de su vida doméstica se vuelven de vidrio». «Hay que ser muy grosero para ser célebre», continuaba Pessoa, porque «la celebridad es una debilidad». Todo hombre «que merece ser célebre sabe que no vale la pena».
¿«Herir a las almas delicadas»? ¿«Plebeísmo»? ¿«Hay que ser muy grosero para ser célebre»? ¡Menuda broma! Eran, claro, otros tiempos, no menos estúpidos, desde luego, pero menos progresados en materia de vergüenzas colgadas en el tendal público. En una carta a su mecenas, madame Von Meck, Tchaikovsky se lamentaba de los quebrantos que le proporcionaba la fama:
«Pero, ¡ay!, cuando pienso que con un auditorio creciente vendrá un interés creciente sobre mi persona, en el sentido más íntimo; que habrá gente curiosa entre el público, que abrirá la cortina tras la cual intenté ocultar mi vida privada, entonces me lleno de dolor y repulsión, hasta el punto de querer callar para siempre y que me dejen en paz. No me asusta el mundo, pues puedo decir que tengo limpia la conciencia y nada de qué avergonzarme; pero pensar que alguien quiera forzar el mundo interior de mis pensamientos y sentimientos, que toda mi vida resguardé de los extraños, eso es desconsolador, terrible».
Cada vez son menos quienes consideran «desconsolador y terrible» deshacerse de la discreción, incluso en los dominios del amor. ¡Oh, lector, el amor…! ¡Qué asunto encantador! Permita que me detenga un instante en la correspondencia romántica. Si tiene usted una edad, a buen seguro recordará aquellas cartas que hacían sentir la «presencia en espíritu del amado en horas de alta consagración» (Kierkegaard). Y hasta es muy probable que alguna que otra vez se le haya acelerado el corazón al ver en el buzón un sobre largamente esperado. Por desgracia, esas cartas han convertido en una antigualla que provocaría taquicardias y crisis de impaciencia en los amantes que tuviesen que recurrir a ellas. Signo de los tiempos: un cartero me ha dicho que, entre un mar de facturas y publicidad, sus compañeros festejan por todo lo alto el hallazgo de una carta escrita a mano.
Aun a riesgo de pasar por ridículo, cómo no admirar la correspondencia que un buen día, tras la lectura de Julie, o la nueva Eloísa, la joven Madame De la Tour inauguró con un intrigado Jean-Jacques Rousseau, quien, un año después de la primera carta, solicitaba a su misteriosa admiradora una descripción física. «Creo, escribía el ginebrino, que vuestra figura me atormenta más que si la hubiese contemplado. Si no quiere decirme como es, dígame al menos de qué forma se viste, con el fin de que mi imaginación se fije sobre cualquier cosa que os pertenezca, y así poder rendir homenaje a esa persona que usa vuestro vestido, sin temor a seros infiel».
Rousseau, que en ocasiones mantenía excelentes relaciones con la grosería y la rudeza, no siempre era delicado con la dama, atrapada en un matrimonio amañado. Sin embargo, un mes después, madame De La Tour accedía a los deseos del filósofo y le describía morosa y púdicamente su geografía. En respuesta, Jean-Jacques anotó: «Madame, recibí, casi al mismo tiempo, su aguinaldo y su retrato, dos regalos que me son preciosos, uno porque os representa, y otro porque procede de vos».
De aquella relación epistolar han llegado hasta nosotros ciento setenta y nueve cartas, escritas a lo largo de dieciocho años, durante los cuales Madame De la Tour y Rousseau se encontraron tres veces, siempre de forma breve y nunca a solas. Más de dos siglos después de estos devaneos epistolares entre aristócratas y filósofos, los románticos cibernéticos han invertido las cifras: intercambian ciento setenta y nueve selfies en una relación que durará, con suerte, tres días, o tres minutos, tanto da.
IV
Continuando con nuestro paseo por el periódico, otra noticia informaba de un accidente ferroviario que había segado la vida de más de ochenta personas. Tras el siniestro, atribuido en principio a un «error humano», a periodistas y lectores no se les ocurrió otra cosa que preguntarse, completamente en serio, si no habría llegado la hora de suprimir el factor humano de todos los procesos de la existencia.
Al margen el absurdo sacrificio de las víctimas, es imposible escribir una sola palabra sobre el dolor de las familias de los inmolados. Sin embargo, lo relevante es que nadie cuestionó la necesidad de circular a trescientos kilómetros por hora o de limar minutos de viaje para ir de ninguna parte a ningún lugar.
En realidad, si fuésemos un poco más honestos ya habríamos suprimido la palabra viaje, esa aventura que favorecía el autoconocimiento y constituía un magnífico ejercicio de autonomía personal. En cierta ocasión, Johann Sebastian Bach recorrió cincuenta millas a pie, sin horarios, tarjetas de crédito, seguros de viaje, GPS, áreas de servicio ni hoteles con spa, para escuchar al organista germano-danés Dietrich Buxtehude; y tampoco dudó en ponerse en camino para conocer a su admirado Georg Friedrich Händel, un encuentro histórico que nunca llegó a producirse. Era, claro, una época en la que hombres del calibre Bach, Händel, o incluso el olvidado Buxtehude, podían compartir mundo y admirarse mutuamente.
Pero eran también tiempos en los que ciertos milagros, como el del amor, ¡oh, de nuevo el amor!, podían adoptar formas deliciosas. Por ejemplo, una señorita de nombre Anna Magdalena relata que cierto día, al pasar delante de una iglesia, escuchó el sonido de un órgano ejecutado con tal perfección y sentimiento que se sintió impelida a entrar en el templo. Una vez dentro, abandonándose a la maravilla, tuvo la certeza de haberse enamorado irremisiblemente de aquel ser capaz de arrancar un lamento tan arrebatador, que no era otro que el sublime Johann Sebastian Bach. No siempre el milagro del amor adquiría una forma tan poética, pero en una época que desconocía los mutantes con auriculares incrustados en los oídos, al menos existía esa posibilidad.
Muchos años después del encuentro de Anna Magdalena con Bach, Alfred Hitchcock hizo que la encantadora Joan Fontaine y el mejor de todos, ese cínico bom vivant llamado Cary Grant, se enamorasen en un tren (Sospecha, 1941). En la década de los cuarenta los trenes ya circulaban a velocidades incompatibles con la sensatez, pero todavía no se habían rendido al delirio de la alta velocidad. Hoy, Hitchcock se vería obligado a ambientar el encuentro en un escenario diferente, puesto que es muy improbable que algo amoroso pueda acontecer en un tren bala que transporta zombis a toda pastilla.
Pero cerremos este paréntesis amoroso y volvamos al diario. Exhausto por el arrepentimiento del plutócrata y las letanías sobre el complejo de inferioridad del hombre en relación a las máquinas, mis ojos se posaron sobre el siguiente titular: «Investigadores revelan cómo hackear un iPhone en apenas sesenta segundos», inclasificable noticia que me llenó de desconcierto. Tras verificar que no estaba en la sección humorística, las preguntas se agolparon en mi perturbado espíritu. ¡Válgame el cielo! ¿Hackear? ¿iPhones? ¿Sesenta segundos? ¿Qué demonios es un iPhone? ¿Existen de verdad individuos que dedican su vida a investigar estas estupideces? ¿Alguien se puede imaginar algo más absolutamente idiota?
Por si todo esto no fuese suficiente, para rematar, un político conservador se jactaba del compromiso de su partido con la energía nuclear y afirmaba que haría todo lo que estuviese en su mano para potenciar el sector. No sale uno de su asombro: ¿Conservadores nucleares? ¿Y qué pretenden conservar exactamente mediante una reacción nuclear? ¿La potestad para cargarse la vida en el planeta? ¿Chernóbil o Fukushima les dicen algo?
V
En suma, una civilización que venera el dinero, patrocina la fama, fomenta el hackeo y exige la abolición del ser humano mientras lo expone a los caprichos de los demonios nucleares. ¡Toma ya! Y ante este panorama, la izquierda progresista balbucea no sé qué cambio de estrategia comunicativa.
«¡Oh, insensatos!», nos reprocharán los hombres y mujeres del futuro, «¿cómo no lo visteis venir?». No estaría de más que quienes insisten en atizar muñecos de trapo y golpear en el vacío echasen la vista atrás para reprocharle a la izquierda su histórico empeño en conciliar la libertad humana con una civilización demencial a fuerza de progreso. Pero no cuente con ello. Como en Polibio, ni siquiera viendo las hogueras adivinan.