Leer, ese deporte alucinante
Del ojo a la pluma
Carlos Salem
2024-07-12
He contado la historia muchas veces en muchas entrevistas, pero como por suerte no soy tan famoso, cada vez que la cuento es como la primera.
Nene argentino inquieto, hiperactivo y con la imaginación disparada. La tele solo tenía dos canales en blanco y negro y casi no nada para chicos. Un año en el que tuve todas las enfermedades que puede tener un niño sin morirse, salía de una y caía en otra. Y mi madre tratando de hacerme más llevadero aquello tan raro de estarme quieto, a fuerza de leerme libros que yo iba visualizando. Hasta que descubrí que eran mejores que la tele, porque cuando los cerrabas no se apagaban.
La aventura continuaba y te estaba esperando ahí.
Mi madre me enseñó a leer antes de tiempo, para tenerme ocupado, supongo. Así que pasé muy pronto de los libros netamente infantiles, que duraban tan poco, a las aventuras del Príncipe Valiente de Harold Foster , en unos libros de tapa dura y color amarillo chillón que tenían más letras que ilustraciones.
Y desde entonces. Leer era un deporte alucinante porque cada página había sido escrita exclusivamente para mí, yo era sandokán y también Tarzán y el zorro, pero el que más me seguía fascinando era el Príncipe Valiente, que aunque era muy bueno con la espada protegiendo a los caballeros del rey Arturo, era más rápido con su inteligencia, venciendo al enemigo muchas veces sin desenvainar.
No dejé de leer desde entonces.
A los diez años decidí que de mayor no iba a ser Batman ni tampoco astronauta. Yo sería novelista. Seguí leyendo y aprendiendo y a los doce intenté mi primera novela, que era un conjunto de tópicos sacado de todos los best sellers que había leído. Recuerdo que al llegar a la página 100 lo quemé, porque me parecía una copia de algo que no era tan bueno como lo que a mí me gustaba leer. Como lo que yo quería llegar a escribir.
(Quién sabe, si hubiera guardado aquella pésima novela simplona y con ganas de gustar a todos los lectores, a lo mejor hoy sería rico. O no sería escritor).
Apareció en mi viaje la poesía y la fui dejando acompañarme, aunque durante mucho tiempo no tuve intención de compartirla ni publicarla. La novela seguía siendo el amor que en lugar de menguar con el paso de los años y la tardanza en volverse libro, iba creciendo. Soy bastante impaciente para todo, pero para eso muy pronto tuve conciencia de que solo iba a comenzar a intentar publicar cuando de verdad escribiera lo que yo quería leer. Una de las pocas frases tópicas de los escritores que he comprobado que es cierta, al menos en mi caso.
Cuando la primera novela estuvo terminada y sabía que no podía ni quería cambiarle nada, comenzó el aburrido y estéril proceso de tratar de publicar. Pronto me di cuenta de que no era yo quien tenía que cambiar de modo de escribir, si no los editores en su modo de publicar. Supe que eso no dependía de mí, pero donde yo podría decidir era en el hecho de seguir escribiendo las historias que quería contar y cómo las quería contar. Ya llegaría su momento.
Terminé la primera novela que me gustaba de la primera a última palabra en 1997, la mandé a los sitios que en aquel entonces conocía, estuvo dos o tres veces a punto de publicarse o de acceder a algún premio pero siempre quedaba cerca.
En lugar de frustrarme, seguí escribiendo sin prisa. Diez años después y sin cambiarle una coma, porque así lo decidió el editor, se publicó Camino de ida. En 2008 fue candidata y ganadora del memorial Silverio Cañada de la Semana Negra de Gijón y ahí empezó todo.
Este año vengo aquí a la semana negra a presentar mi libro número 50, «Tango del torturador arrepentido», una dura novela sobre la desaparición de personas en Argentina, que he tardado 30 años en decidirme a escribir.
Y sigo con la misma maravillosa sensación entre el orgullo y el terror, la maravilla y el desconcierto, que cuando he publicado y presentado cada uno de esos cincuenta libros.
Algo que pocas veces he contado, es que cuando abordo el tramo final de una novela, cuando ya sé todo lo que va a pasar y se amontonan las palabras, con la certeza de que va a ser publicada y la ocasión de ser leída se aproxima, entro en un leve estado febril, quizás porque vuelvo a ser aquel chico que con cuatro años y pico se creía más listo que su madre, y estaba convencido de que la engañaba para que le enseñase a leer sin que ella se diera cuenta.
Era totalmente al revés.
Para que se fíe uno de las madres.