La mayor de las fiestas
Del ojo a la pluma (2)
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Laura Castañón
2024-07-14
No sé si alguna vez lectura y escritura fueron cosas diferentes. Desde que tengo noción de mí, no consigo establecer una separación entre mi yo lector y mi yo escritor, porque en realidad siempre han estado ahí, siameses imposibles, compartiendo mirada y deseo.
Aprendí a leer cuando era muy pequeña, y lo hice porque quería conocer qué decían los cuentos que aguardaban al lado de mi cama y que estaban llenos de caracteres que eran enigmas que eran promesas. Aprendí a escribir con una única determinación: contar los cuentos que se me ocurrían, convertir en palabras la fantasía que me rondaba por la cabeza. El mundo de las palabras escritas era la única aventura que quería porque en él estaban todas. Y en mi imaginación, en mis dedos, habitaban las historias que aún no existían. Las que yo quería leer.
Aprendí a escribir a máquina cuando tenía nueve años y aquel año los Reyes me trajeron el regalo más maravilloso que recuerdo: una Olivetti roja Valentine que aún conservo, aunque ya son muchas las décadas sin teclear. En el colegio daban clases de mecanografía como actividad complementaria, y como yo no me podía quedar después de las clases, conseguí que me dejaran aprender durante la media hora de recreo. Quería dominar el teclado por una sola razón: en las letras de imprenta residía la profesionalización de lo que yo quería escribir. Y después de varias semanas repitiendo lo de adsf y jklñ, en cuanto me permitieron pasar a la fase de copiar un texto, lo descarté y empecé a escribir mis propias historias, plagios totales por entonces de Enid Blyton y las estudiantes de Torres de Malory. Nunca he vuelto a ser tan feliz como viendo saltar las teclas y convirtiendo en el papel lo que me pasaba por la cabeza y que de pronto parecía de verdad.
Siempre han ido de la mano. Una temporada con pocas ganas de escribir puede quedar neutralizada por unas páginas leídas, por el descubrimiento de un autor, por una buena historia de las que se enredan con tus propios pensamientos. Nunca entenderé a los escritores que afirman leer poco (o solo a los clásicos, o solo releer) con excusas tan discutibles como que no desean dejarse influir, o que les aburren los contemporáneos. Con las mismas, tampoco entiendo a los escritores que dicen sufrir y sudar tinta para escribir. Con la cantidad de cosas que se pueden hacer en la vida, qué necesidad… Porque, claro, no será que consideran que el mundo no puede prescindir de su obra…
Lo que es para mí, escribir y leer son las dos caras de la misma moneda. Y las dos cosas, en una, la mayor de las fiestas.
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