La paciencia
Lenka Dángel
2024-07-13
De todos los niños Carlyle, Eliza era sin duda la peor. En realidad, los otros no eran tan malos, al menos cuando se les trataba un poco. Todos ellos compartían el mismo aire arrogante de quienes crecen sabiendo que siempre podrán hacer su voluntad, pero, a diferencia de su hermana menor, los otros podían resultar entrañables si se lo proponían. Si eso se debía a que poseían ciertas virtudes entre sus muchos defectos, o si, por el contrario, sólo era un reflejo de que eran menos inteligentes que Eliza, es algo que nunca he logrado dilucidar.
George Carlyle no estaba destinado a llevar las riendas de la fortuna que amasaran sus ancestros, pero la trágica muerte de su hermano mayor puso el destino del clan en sus torpes manos. Pese a su aspecto tosco y su falta de talento, no le faltaron candidatas a esposa, y, entre las lánguidas y bien educadas peonías de aquella próspera región, él no pudo evitar fijarse en la exótica orquídea. Lavinia había nacido en el barrio equivocado, algo que, para desesperación de sus futuros suegros, supo compensar con una belleza embriagadora y un cerebro rapaz. Memorizó pasos de baile, el orden de los cubiertos y los tópicos adecuados de una conversación elegante. Gracias a eso, y a otras maniobras que no vienen al caso, se ganó el derecho a ser una Carlyle.
Eliza nació cuando ya nadie la esperaba. Los negocios de su padre empezaban a naufragar, y los encantos de su madre iban por el mismo camino. La pareja apenas se dirigía la palabra, salvo por algunas frases de heladora cortesía frente al servicio. George pasaba jornadas interminables en su despacho de la ciudad, fingiendo entender los reclamos y explicaciones de sus muchos asesores e invitando a comer en Rose´s a quienes aún creía sus amigos. Para Lavinia, que jamás fue realmente aceptada en aquel cerrado círculo, los días discurrían con una copa en la mano, recostada en una de las tumbonas de la piscina, con gafas oscuras y un chal sobre los hombros. Los hijos mayores, entraban y salían de la mansión sin dar explicaciones.
Ante tal panorama, sólo quedaba Eliza, creciendo salvaje en la inmensidad de la hacienda familiar. Mi hermano y yo éramos, de hecho, su única compañía, aunque hubiera sido más exacto decir que éramos sus mascotas. Como hijos del ama de llaves, estábamos lejos de poder ser considerados sus iguales. Nuestra relación con ella siempre fue compleja. Eliza, con sus bucles color caramelo y sus intensos ojos verdes, podía desplegar un encanto capaz de hipnotizarte, pero, en apenas unos segundos, la rabia lograba transformarla en una criatura rebosante de crueldad. Por descontado, era lista. Jamás se permitía ciertos arranques en presencia de adultos.
‒Es mala ‒traté de explicarle a mi madre en una ocasión‒. Le gusta hacer daño a los insectos, y a las lagartijas.
‒Jane, por favor… ‒suspiró ella, supervisando la ropa blanca en el cuarto de la plancha‒. Sólo está un poco consentida, eso es todo…
‒Te digo que es mala ‒insistí‒. Cogió la escopeta del cobertizo y casi mata al perro del señor Travis.
‒El señor Travis haría bien en mantener a ese chucho lejos de las begonias, si no quiere que la señora le despida…
‒¡Mamá! ‒protesté, sintiendo lástima por el jardinero‒. Eliza es mala de verdad. Will le tiene miedo.
Pensé que mencionar a mi hermano, aquella criatura sensible y dulce, ablandaría a mi madre. Pero ¿qué podía hacer, en realidad? ¿Privar a la señorita Eliza Carlyle de su único entretenimiento? ¿Sugerir en voz alta que ella era una mala influencia para nosotros? No en aquella casa. No en aquel mundo. No puedo culpar a la pobre Lorna McCoy de lo que ocurrió. Porque, al final, fui yo la que terminó propiciándolo.
Fue un verano tórrido, de aire irrespirable. Todo el mundo estaba más irritado de lo normal. A Eliza, por alguna extraña razón, empezó a atraerle la zona del remanso. Pese a que los mosquitos nos comían vivos allí. Pese a que, desde que había empezado la renovación de las viejas cocheras, aquello estaba sembrado de sacos vacíos, escombros, tejas rotas y ladrillos.
‒Vamos al remanso ‒nos anunció una mañana, en un tono que no admitía réplica.
‒¿Otra vez? ‒protesté. No sé ni por qué me atrevía a hacerlo. Quizá únicamente porque era un par de años mayor que ella‒. ¿A qué viene esa obsesión?
‒Will tiene que aprender a nadar.
Mi hermano pequeño me miró, espantado.
‒No se va a meter en medio de ese fango apestoso.
‒Tiene que aprender a nadar ‒repitió ella, tozuda‒. Ya tiene ocho años, hasta la imbécil de Frances sabía a su edad. ¿Eres un gallina, Will?
‒No lo soy ‒respondió él, con lágrimas en los ojos.
‒¿Quieres que aprenda a nadar? ‒propuse, retadora‒. ¿Qué tal en la piscina?
Me miró como si la hubiera abofeteado.
‒¿El hijo de nuestra ama de llaves, en la piscina? ‒chilló, haciendo un montón de aspavientos‒. ¡Lo que me faltaba por oír!
La discusión subió de tono. Will y yo sabíamos que, en cualquier momento, Eliza perdería la paciencia y empezarían los golpes, los pellizcos, los empujones. Ataques con los que nos desafiaba, sabedora de que no podíamos responder. Así que, anticipándonos a su estallido, reaccionamos tal y como habíamos acordado: corriendo cada uno en una dirección. Funcionó. No podía seguirnos. Will era menudo, pero increíblemente rápido y ágil. Yo no corría tanto, pero era mucho más grande que Eliza. Y, aunque eso no le impedía pegarme, en el fondo sabía que conmigo se arriesgaba un poco más. Así que se quedó quieta, con los puños apretados, roja de indignación. Cuando hube comprobado que Will y yo estábamos bien lejos, cada uno en un extremo de la explanada, la saludé con la mano. A día de hoy, sigo pensando que aquella provocación lo causó todo.
Lo que recuerdo con más nitidez es el tremendo enfado que empañó mi sensación de triunfo. Había olvidado que era jueves, así que no pude escapar de la ingrata tarea de abrillantar la plata y ayudar con la plancha. Obedecí, por supuesto, envidiando la suerte de William, que, a buen seguro, estaría jugando en alguna parte con el setter del señor Travis. La tarde se hizo eterna. Mi humor fue empeorando con el correr de las horas y, para cuando mi madre, intranquila, me preguntó por mi hermano, no supe decirle dónde podía estar. Se hizo de noche, y empezamos a buscarlo. El propio George participó en la batida. No porque Will le interesara, sino porque tampoco Eliza daba señales de vida. Me atenazó un presentimiento horrible. Era noche cerrada cuando Ted, el ayudante de Travis, lo encontró. Estaba junto al remanso, entre cascotes y desperdicios. Tenía los ojos muy abiertos y el cráneo hundido. Han pasado cuarenta años, y sigo oyendo el alarido de mi madre.
Mi memoria se vuelve confusa a partir de ahí. Una marea de imágenes borrosas, de fragmentos, de voces. Sylvia, la criada, lavando entre hipidos el vestido de Eliza, lleno de manchas oscuras. Lavinia Carlyle, sorprendentemente sobria, hablando en su tono más persuasivo.
‒… sé que es una tragedia horrible, querida, pero… ¿qué ganarías arruinando la vida de mi hija por un espantoso accidente? Sabes cuánto te aprecia esta familia, Lorna, sabes que haríamos cualquier cosa por ti… ¡Y tienes que pensar en Jane!
Gente extraña viniendo a la casa. Policías, un juez. Todos saludaban a George con caras serias, como si fuera él la víctima de algo. La señora Pitts, la cocinera, me dio una tisana que me adormiló por completo. Nadie me hizo preguntas. Nunca.
El precio por callar fue que los Carlyle pagaron mis estudios. Mi madre trabajó para ellos el resto de su vida, que no fue demasiado larga. Las dos tuvimos que mostrarles gratitud, siempre. Por suerte, el azar no entiende de clases, y, a veces, responde de maneras curiosas. George Carlyle acabó en las portadas de los periódicos por un caso de malversación que, estoy segura, ni fue culpa suya ni habría podido orquestar jamás. Nunca se supo quién se aprovechó así de él. Se voló los sesos poco antes de cumplir los cincuenta y cinco. Creo que le molestaba menos que le tomaran por un delincuente que por el idiota que era. El hijo mayor, Henry, murió tres años después, a los veintisiete, en un circuito de carreras. Jeremy, el frágil poeta atormentado, se ahorcó en un hotel miserable a los treinta y dos. Con apenas un par de meses de diferencia, la preciosa Frances sucumbió a una sobredosis, tras rebotar de amante en amante desde su puesta de largo. Mary Alice, la más indómita, salió de su casa del lago una mañana de agosto, dispuesta a nadar uno o dos kilómetros, como solía. Nunca la encontraron. Lavinia pasó más de una década cuidando de su última hija, aquejada de un raro caso de demencia precoz. Imagino que, al final, no le alcanzó la tenacidad para más. Se tragó un frasco entero de sedantes tras dejar una sucinta nota. Un “lo siento” que nunca se supo a quién iba dirigido. De la inmensa fortuna Carlyle, no quedaba ni rastro.
Para entonces, yo ya había alcanzado el puesto de Enfermera Jefe en la lujosa residencia Saint Dennis, así que nadie comprendió que presentara mi renuncia para aceptar un puesto de menor categoría y sueldo en La Alameda. Lo habrían entendido si hubieran escuchado lo que le susurré a una Eliza Carlyle medio catatónica el día de su ingreso. El miedo en su cara, desbordando aquellos ojos de serpiente. Sabiéndose indefensa. Mi madre lo decía siempre. La paciencia es una gran virtud.