Testigo
Luna roja
Lenka Dángel
2024-07-12
El día empieza muy temprano, cuando ni siquiera se han alzado las primeras luces y lo único que rompe el silencio helado de la madrugada es un eco testarudo de camiones de la basura. El mendigo se levanta, no sin esfuerzo, y pliega cuidadosamente sus cartones. Sus escasas pertenencias quedan a buen recaudo, o eso espera, bien embutidas al fondo del minúsculo soportal. Años atrás, aquello fue una pequeña sucursal de barrio, de uno de esos bancos que terminaron desapareciendo engullidos por otros. Una lucha que, a Moisés, le trae sin cuidado. Él tiene otras preocupaciones mucho más acuciantes. Llegar a la estación, para empezar, y ponerse a cubierto de la fina llovizna que empieza a caer, impenitente. Usar el baño, desde luego. Esperar a que abra el Centro de día, vigilando desde la rampa que no se haga una cola demasiado larga. Chasquea la lengua con fastidio. El mal tiempo siempre causa aglomeraciones. Cincuenta plazas son muy pocas en esa ciudad de nubarrones. Con suerte, alguno de los jóvenes se apiadará de él. Tal vez Demba, el senegalés, que siempre es amable con los mayores, siempre sonríe, como si su vida fuera maravillosa.
Lograr entrar en San Pedro ya supone un triunfo. Casi te garantiza que el resto del día irá bien. Las educadoras le dejan a uno tomar todos los cafés que quiera, y hasta te puedes duchar y lavarte la ropa. Mientras tanto, puedes ver un rato la televisión, leer el periódico, charlar con alguien, jugar a las cartas, o al ajedrez, hacer crucigramas. Moisés prefiere no hablar con la gente. Le gusta estar callado. Cuando hablas, se te desordena la cabeza, y es muy complicado volver a ordenarla después.
Horizontal, ocho letras, borrasca de viento y nieve…
La monja menudita, la del pelo blanco y los ojos azules, esa es la que mejor le cae. No tiene el mal genio de las otras, y parece que disfruta estando allí con ellos. Siempre llega de la cocina cargando una bandeja enorme, llena de bocadillos, de bizcocho casero, a veces, incluso, de pasteles. Parece que se va a doblar, la mujer, tan flacucha, por el peso del desayuno. Hasta que llega corriendo alguno de los trabajadores (“déjame, Trini, ya lo llevo yo”) y le quita la bandeja de las manos.
Vertical, cinco letras, banquete o festín…
A veces hay peleas, claro. Algunos no andan muy allá. Porque beben más de la cuenta, o les falla la cabeza. Otros son sencillamente mala gente. Los ánimos se pueden caldear por cualquier cosa. Por coger dos pasteles en lugar de uno. Por saltarse el turno para las llamadas. Por acabarse el azúcar. Moisés observa en silencio, desde su rincón favorito. Hasta las broncas son interesantes, aunque el ruido resulte tan molesto. En las trifulcas puede uno comprobar de qué pasta está hecho cada cual.
Vertical, siete letras, motín, alboroto, confusión…
A lo tonto, se pasa la mañana. No conviene despistarse, claro, porque a mediodía se entregan los vales para el comedor social, y de nuevo hay que ponerse en marcha, con tiempo a ser posible. Por muchas veces que suceda, siempre le choca ver a alguno quejarse de la comida. Moisés, claro, no dice nada, pero menea la cabeza, más desdeñoso que ofendido. Una sopa caliente, un buen plato de legumbres, a veces arroz. Dependiendo del día, carne o pescado. Fruta de temporada, puede que un yogur. En ocasiones, sorprenden a la concurrencia con postres de una finura imposible, elaborados por los alumnos de la Escuela de Hostelería, que siempre dona los entusiastas ensayos de los chavales. Los jueves toca sopa de fideos, lentejas y chuleta con ensalada. Debería haber manzana también, pero la voluntaria pecosa de los rizos le pone delante una ración de tarta de limón, con galleta crujiente debajo y merengue por encima. El protestón del día es un tipejo malencarado de ojos pequeños y vientre deforme. Un milagro que se sostenga sobre sus escuálidas piernas. Tiene el pellejo curtido, como buen carrilero, y un tatuaje verdoso y carcelario en el antebrazo. Moisés lo conoce. Todos allí le conocen. No es de fiar.
Horizontal, once letras, anélido hematófago…
Las tardes son lo peor. Porque a Moisés le duelen las piernas, y no siempre hay lugar donde reposar tranquilo. En verano, al menos, puede acomodarse en algún parque poco transitado, o en uno de los bancos de la estación. En invierno, no queda más remedio que moverse. Podría volver al albergue, claro, pero entonces intentarían convencerle por enésima vez de que se quedara a pasar la noche. Y no puede. Moisés no puede dormir allí dentro, entre cuatro paredes. Moisés, sencillamente, no duerme. No ha dormido en años. Sólo se tumba sobre sus cartones, en el soportal de Plaza Lisboa, y recupera fuerzas un par de horas antes del alba. Moisés camina, sin parar, desde la puesta de sol hasta que ya no consigue dar un paso más.
Vertical, seis letras, cansancio, agotamiento…
Tiene una misión, pero eso nadie lo sabe. Es una tarea importante, y no hay nadie más que pueda llevarla a cabo. Todo empezó tiempo atrás, aunque Moisés no sabría precisar cuánto, porque su memoria ya no es lo que era. El tipo es viejo, desde luego, casi tanto como él, aunque no lo parece, porque no está tan castigado. Debería estarlo, y esa es la ironía del asunto. Debería recibir un buen castigo. Moisés le vio hacerlo una madrugada, por San Juan. Todavía puede ver la sangre de la chica si cierra los ojos. Todavía oye el chasquido del cuchillo, clavándose una y otra vez en medio de un siniestro chapoteo. Se quedó horrorizado ante la escena, escondido en su soportal en penumbra. Fue cobarde entonces, pero ya no quiere seguir siéndolo. Y por eso le sigue. Cada noche. Es un animal nocturno, de eso no hay duda. Normalmente se limita a pasear, despreocupado, con las manos en los bolsillos. Otras veces, le entra hambre, y devora sin pestañear a la primera criatura indefensa y solitaria con la que se cruza. Es paciente y comedido, a su manera. Lleva diecinueve en las últimas dos décadas. Quién sabe cuántas habrán sido en toda su vida.
Horizontal, diez letras, que caza animales vivos para alimentarse…
Una vez, hace ya años, Moisés quiso verlo más de cerca y, armándose de valor, decidió esperarlo en una esquina de la plaza. Quizá fue casualidad, o quizá el otro quiso demostrarle que le tenía cogida la delantera. El caso es que no llegó caminando por Diego Cubillas, como de costumbre, sino que atajó por el callejón de Tejedores y abordó al mendigo por la espalda.
‒Buenas noches, amigo ‒dijo, tocándole el hombro y haciendo que se le detuviera el corazón unos segundos‒. ¿Tienes fuego?
A Moisés le tembló la mano entonces. Aún le tiembla cuando recuerda esos ojos grises, gélidos, iluminados por la llama del mechero.
Horizontal, nueve letras, ataque sorpresivo contra un enemigo…
Una vez, Moisés decidió que debía contarlo. Porque, aparentemente, nadie estaba haciendo nada. La policía encontraba a las víctimas, por supuesto. Al fin y al cabo, aquella bestia no se tomaba la molestia de esconderlas. Sin embargo, pasaba el tiempo y nadie le atrapaba. Seguía suelto. Libre. Matando. Moisés cruzó el puente de la avenida y caminó hasta la Comisaría. Contó lo que había visto, lo mejor que pudo. Un agente le escuchó, amable. Le dio las gracias. Y no le creyó. Quizá porque aquel día iba mojado y sucio. Un autobús acababa de salpicarlo, y tenía el abrigo lleno de barro. A lo mejor fue porque, justo aquella tarde, había logrado reunir un par de monedas para un cartón de vino. Se esforzó mucho en contar los detalles sin equivocarse. Pero no le creyeron de todos modos.
Vertical, nueve letras, opinión previa y desfavorable de algo que se conoce mal…
A veces aún lo intenta. Ya no va hasta Comisaría, porque sabe que no sirve de nada. Todavía sigue al tipo por las noches, vigilándole en su constante callejeo sin rumbo. Después, dedica el día a sus rutinas. Y, cuando se cruza con una pareja de agentes, trata de abordarlos, para explicarles lo que sabe.
‒Hombre, Moisés, ¿cómo estamos? ‒le saludan casi siempre.
Él abre la boca, dispuesto a relatar cuanto ha visto. Y, entonces, algo raro le desordena las ideas, confundiéndole la lengua sin remedio.
‒Ventisca, ágape, tumulto, sanguijuela… ‒recita, como un torrente incontenible.
‒Vaya por Dios, ya empezamos…
‒Fatiga, depredador, emboscada…
‒Ay, Moisés, estás como una cabra, amigo…
‒Emboscada, prejuicio… prejuicio… prejuicio… ‒titubea, tratando de recordar.
Vertical, siete letras, persona que presencia un hecho…
‒¡Testigo! ‒grita por fin, con gesto de triunfo‒. Testigo… ¡testigo!
Los agentes le sonríen, piadosos, y le ofrecen un cigarrillo que él acepta, sin comprender. Se despiden de él hasta otro día, bromeando, regañándole para que no se meta en líos. Moisés los ve alejarse. Mira el cigarro en su mano. Mira al cielo, y calcula si lloverá.
‒Testigo… ‒murmura para sí‒. Testigo…
Revisa sus cartones, asegurándose de que siguen secos en su escondite. Se cierra bien el abrigo. Sabe que será una noche larga.