La culpa fue de los finales
Del ojo a la pluma
Aitana Castaño
2024-07-10
No me gustaban los finales. Y eso fue lo que me lanzó a escribir cuando era guaja. Disfrutaba del proceso de la lectura pero siempre imaginaba conclusiones que luego no ocurrían o se me hacían cortas. Así que un día cogí lápiz y papel y me puse a inventar lo que pasaba después de que Mafalda soltara una de sus frases contundentes o de que los hermanos Hollister salvaran al mundo en la Isla de las Tortugas, (una vez más). Por supuesto que en 3º de BUP me permití la osadía de reescribir el final de La Regenta.
Durante un tiempo, mi obsesión por los finales fue tal que empezaba los libros por las últimas 10 páginas y si me gustaba iba para atrás a ver cómo había discurrido la historia. Pero no volvía al principio, no. Iba veinte páginas atrás, luego cincuenta, luego cien… hasta llegar al inicio. Técnicamente leía los libros al revés.
Lo sé, no tiene lógica ni explicación alguna. Pero también os digo, nunca me decepcionó un libro cuyo final no me hubiera fascinado primero. Y no sabéis la de disgustos que me he ahorrado. Ni siquiera sé por qué dejé de hacerlo.
Así que sí, fue la lectura lo que me llevó a la escritura. Y no solo por la necesidad imperiosa de alargar las historias que me gustaban y evitar las que me provocaban algún tipo de angustia. También porque este hecho me llevó a descubrir que cuando se inventan las historias, al igual que cuando se leen, se pueden alcanzar éxtasis de varias emociones, por separado o a la vez. Y eso, si lo pensáis, un poco es como magia.
Escribir tiene además un plus exclusivo: te conviertes en dueña y señora de lo que está pasando o va a pasar delante de tus ojos y después, si hay suerte, de los ojos de los lectores (entre los que habrá alguno escudriñando sin miramientos el final, cuidao aquí).
Por supuesto que Ana Ozores y Fermín de Pas en mi final alternativo se entregaban al desenfreno amoroso. A ver qué os creíais.