Aguacero sobre un paisaje beligerante
Jesús Palacios y Rakel Suárez Hernández
2024-07-07
Bajo nubes de tormenta que, afortunadamente no se desencadenaron, se inició ayer la primera jornada A Quemarropa, literaria, política, negra y profundamente combativa, como exigen estos tiempo oscuros que preludian otras tormentas de hierro, por desgracia nada metafóricas y mucho más literales que literarias.
Comenzó la tarde, a las seis en punto, con la presentación a cargo de la historiadora, arqueóloga y divulgadora gijonense Arantza Margolles —no por casualidad directora de esta publicación que el lector no tiene entre sus manos, sino en su pantalla (los tiempos cambian)—, de la no menos gijonense escritora Beatriz García Fernández, quien debuta en la novela con El color de los hidrocarburos. Licenciada en Química por la Universidad de Oviedo, quiso con este enigmático título, digno de un viejo giallo, recordar la tesis gracias a la cual consiguió su plaza como profesora. Pero hasta ahí las similitudes con aquellas orgías de asesinato, sangre y erotismo de Argento y compañía. El color de los hidrocarburos (Círculo rojo), antes al contrario, es todo un ejercicio de literatura terapéutica.
Victoria, la joven protagonista, quien pese a sufrir una sordera parcial desde los once años es una estudiante sobresaliente, inteligente y decidida, sufre un nuevo golpe al verse abandonada por su egoísta pareja, Fran. Recuperará la ilusión para salir de nuevo a flote gracias al reencuentro con su tía abuela Natalia, cuya traumática infancia como niña de posguerra estuviera marcada por la polio. Juntas, las dos encontrarán en su amistad y mutua comprensión, pese a pertenecer a dos generaciones alejadas en el tiempo, la manera de transformar las inseguridades de Victoria en fortaleza, con ayuda de Natalia, quien le enseñará a ser más comprensiva consigo misma.
Una historia de superación, amistad entre mujeres de diferentes épocas y distintas sociedades, inspirada en experiencias personales de la autora y de su entorno, con la que esta espera que sus lectores y lectoras se sientan inspirados para enfrentar las dificultades de la vida, transformando las marcas que nos dejan en instrumentos con los que hacernos mejores y más fuertes.
A continuación, directamente desde otra de las capitales del género negro, la madrileña Getafe, llegó el momento de presentar el nuevo libro de Marisol Pérez Urbano, vieja conocida ya de la Semana. Introducida larga y en extenso por el escritor y profesor de la Universidad de Oviedo José García Fernández, la autora de Dinos dónde estás y vamos a buscarte, impactante crónica de la tragedia del 11M donde perdió a su hijo, y de Nina, su primera incursión en la novela criminal de tinte social, se trajo bajo el brazo Barrio 1972 (Valhalla).
Ambientada en el tardofranquismo turbio y gris de los barrios obreros madrileños, Marisol Pérez Urbano nos enfrenta con un misterio angustioso, tanto para el lector como para su protagonista, el inspector Mena: tras una explosión en una factoría de la colonia La Metalúrgica, nadie sabe qué ha ocurrido al otro lado de sus puertas. Familiares y amigos de los trabajadores, prácticamente casi todos los habitantes del barrio de LaMeta, se agolpan a su entrada esperando noticias que no llegan. Pasa el tiempo y nadie da explicación alguna: ¿Hay muertos y heridos? ¿Sólo daños materiales? ¿Por qué no dejan a los allegados que entren al lugar?
Para el esforzado inspector comienzan treinta y seis frenéticas horas de investigación, interrogatorios y persecución de la verdad, en un enigma donde el suspense se combina con el costumbrismo y el realismo social, en una trama con la que su autora ha querido rendir cariñoso homenaje a aquellos barrios y colonias obreras del franquismo, con sus héroes y víctimas caídos en el olvido, evocando también clásicos de la época como Historia de una escalera de Buero Vallejo o El fulgor y la sangre de Aldecoa.
Más novela negra con implicaciones sociales y políticas seguiría de inmediato, a las siete de la tarde, con nuestro siempre egregio, digno y recio Alejandro Gallo, presentando en esta ocasión a dos autores que son también, por cierto, culpables de Vallekas Negra. El primero, Paco Pérez, nos sorprendió mirando esta vez no al pasado, sino a un futuro inmediato casi ya presente, de tintes distópicos pre-bélicos y de tintas chinas: El dragón de metal (Agita Vallekas), un crimen en el Orient Express pero al revés, donde esta especie de secuela de su anterior El día que nos invadió Portugal, presenta el primer viaje con pasajeros de la Nueva Ruta de la Seda, que conecta China con la madrileña estación ferroviaria de Abroñigal.
Drones de vigilancia omnipresente, asesinatos, sabotaje, espías y corrupción. Una misteriosa fundación fortificada en una vieja fábrica del norte de Madrid. Un mundo dividido entre dos imperios al borde del conflicto armado. Tal es el panorama que nos espera pasado mañana y con su retrato, Paco Pérez quiere hacer una denuncia del abismo hacia el que nos arrastra la deriva del capitalismo y su mutación en un peligroso nacional-liberalismo sin escrúpulos ni moral… Pero, ojo, también una trepidante historia de aventuras, entre Julio Verne, Agatha Christie y una canción del verano. Algo así como un cóctel explosivo entre La vuelta al mundo en 80 días, Asesinato en el Orient Express… y “La barbacoa”.
Casi sin interrupción, tomó relevo el también vallekano de pro Ignacio Marín, quien ya estuviera el pasado año con nosotros, con Edificio España, su primera novela negra y primera aventura también del entonces subinspector del Cuerpo Superior de Policía Eugenio Martín (sin relación, que se sepa, con el ya fallecido director español de cine del mismo nombre, autor de joyas como Pánico en el Transiberiano, por si a alguien le interesa). Digo entonces subinspector porque como el autor explicó, en su nuevo caso, Nadie corre más que el plomo (Alrevès), ya se ha convertido en inspector, y si en aquella primera obra se enfrentaba a la corrupción política y laboral en el Madrid del tardofranquismo y la persecución sindical, ahora se lo lleva al ámbito rural, para intentar resolver un nuevo crimen, en un pequeño pueblo imaginario del Levante valenciano, con un toque de realismo mágico a lo Macondo.
Pero en pleno desarrollismo turístico hotelero, lo que el inspector Martín se ve a encontrar es una nueva trama de corruptelas, abusos y politiqueos varios, con la que Marín, que rima con su personaje y se la lía un poco a veces al presentador, sigue profundizando en su desmenuzar los entresijos del final del franquismo y la Transacción, digo la Transición, denunciando cómo de aquellos barros vienen estos lodos (o al revés, que nunca estoy seguro). El boom turístico, la especulación inmobiliaria y la traición por la que España pasó de país productor y productivo a parque de atracciones mundial, paraíso de empresarios y extranjeros, infierno de parados y trabajadores explotados, son el blanco de esta novela negrocriminal, que no será la última de su protagonista. Pronto le veremos, o leeremos, volviendo a la Vallekas de los años ochenta, enfrentado a la epidemia de caballo que acabó casi con el barrio ante la mirada cómplice si no culpable de unas fuerzas de la ley y el orden cuyo lema no era otro que “más vale jeringuilla en brazo que puño en alto”. El año que viene sabremos más.
Nos alejamos por un momento de tanto negro pasado y futuro no menos oscuro y criminal, para descubrir y redescubrir la poética de uno de los artistas más versátiles, prolíficos y destacados del panorama asturiano y nacional: Ramón Lluis Bande. Acompañado y muy bien por el escritor y editor Carlos González Espina, y por el director del Festival Internacional de Cine de Gijón —FICX para los amigos—, Alejandro Díaz Castaño, menos conocido pero igualmente estimado en su faceta como escritor y poeta, este último introdujo a Bande como hombre del auténtico Renacimiento asturiano: novelista, dramaturgo, director de cine, poeta, músico y guionista de cómic.
Precisamente, de la combinación de su pasión por el cine y, sobre todo, por el proceso del montaje cinematográfico (“el cine es montaje”, ya se sabe), por la imagen de archivo re-creada y por la tradición de la cultura obrera revolucionaria asturiana surge El paisaxe belixerante (Impronta), “un poema de 1937” que se publica ahora y no es broma. Bande, bajo el estro y la influencia del fundacional Holocausto, del poeta americano Charles Reznikoff, reúne, recorta, pega, traduce y colorea en asturiano artículos y columnas rescatadas del diario socialista Avance. Se convierte así, en sus propias palabras, en un eslabón más de una larga cadena que celebra la perpetua épica de una Asturias siempre en lucha contra el invasor, recuperando una historia nacional sin ninguna clave nacionalista.
Armonizando diferentes voces, entre ellas las de Juan Antonio Cabezas, Ovidio Gondi y Juan Manuel Vega Pico, junto a las de otros colaboradores de Avance, las vierte en una única obra que es también una obra nueva, llegando hasta nosotros desde 1937 con toda la frescura de algo recién escrito, al misto tiempo que inscrito en el paisaje mismo de Asturias. Se forma y se conforma así un poema coral que, como señaló Alejandro Díaz, evoca en su materialidad, la tierra, la roca y el acero, en la tradición de Oteiza, al mismo tiempo que posee un algo de épica fordiana. Eso sí, desde una óptica eminentemente antimilitarista, añadió Bande, quien señaló que esperaba haber alcanzado desde su materialismo absoluto una suerte de espiritualidad materialista, de cuya materia naciera también una emocionalidad repleta de fuerza telúrica. La charla finalizó con un aviso a navegantes: El paisaxe belixerante es también una llamada de atención a los jóvenes de hoy, a quienes quizá no se supo dar las herramientas adecuadas para no dejarse arrastrar por espejismos de extrema derecha.
Volvimos al remanso de las aguas más negras con, precisamente, la presentación de Aguacero (Alrevès), de Luis Roso, que fuera introducido por otro veterano semanero: el escritor y erudito Luis García Jambrina. Nada raro, puesto que el primero fue alumno del segundo, y este se enorgullece con justicia de haber impartido clases de filología hispánica al autor del galardonado y alabado El crimen de Malladas, su más famoso libro, joyita nacional del true crime, que dicen los anglosajones, o de la “nota roja” que dicen los hermanos mexicanos, y que Jambrina no se privó de comparar, con las distancias justas y necesarias, con A sangre fría de Capote, habiendo sido finalista el año pasado del prestigioso premio Rodolfo Walsh que otorga la Semana Negra.
Pero Roso, impulsor también del festival Gata Negra, que se celebra en la felina Sierra de Gata cacereña, estaba aquí para hablar curiosamente de su primera novela: la susodicha Aguacero, primera también de las tres protagonizadas por el inspector Ernesto Trevejo. Y es que, como explicó con cierta irónica rechifla no exenta de tristeza, los libros tienen hoy muy corta vida y esta obra, publicada en 2016, se daba ya por perdida y desahuciada, hasta que la nueva editorial donde publica tuvo a bien el rescatarla. Como explicó Roso a la audiencia: si les interesa una novela de un autor nuevo, no esperen para comprarla a tener el tiempo de leerla. Compren primero y lean cuando puedan, porque si no cuando la quieran leer no van a poderla comprar.
Aguacero, situada en los cenicientos y hambrientos años cincuenta, de hecho, en un simbólico 1955, lleva a su protagonista, policía urbanita madrileño, a un pueblo de la Cáceres profunda, donde ha sido asesinada una pareja de guardias civiles (guiño a Lorenzo Silva incluido), contra el telón de fondo de la construcción de uno de esos pantanos que hacían las delicias del Caudillo, y provocaban catástrofes como la de Ribadelago. Roso, combina al investigador clásico de la novela negra, cínico y resabiado, con el escenario de la España gótica, rural y franquista, situándolo en un pueblo dejado de Dios y olvidado por el tiempo. Está claro que en el siglo XXI la novela negra española ha encontrado en el franquismo, desde la posguerra hasta la Transición, su caldo de cultivo, lo que no deja de tener su ironía, porque lo que es tramas negras en la España de hoy tampoco faltan.
Pero más negro que todo esto es el presente y el futuro inmediatos que nos plantearon Juan Ponte, profesor de filosofía, antiguo concejal de cultura de Mieres y actual director de Agenda 2030 en el Principado de Asturias, y su presentador, José Manuel Zapico, Secretario de Comisiones Obreras Asturias. Vinieron con el nuevo libro del primero cargado como una bomba de tiempo, con el contador ya casi a cero: El capitalismo no existe (Trea), cuyo título provocativo y provocador se explica por sí solo.
Pero bueno, ya que estaba allí, no dudó un instante Juan Ponte en aclararlo todo. El libre mercado es una entelequia, un truco de ilusionismo conceptual y semántico, como freír nieve, la cuadratura del círculo o el perpetuum mobile. No hay mercados al margen del estado, sino estados que se ponen al servicio del mercado. Mientras con la boca grande el capitalismo neoliberal exige que el estado no intervenga nunca en sus asuntos, con la pequeña pacta a espaldas del trabajador que sea ese mismo estado el que cubra sus pérdidas, le ponga las vías a sus trenes y le devuelva los préstamos con intereses. Al igual que, nos recordó Ponte, el concepto mismo de “libre mercado” nace asociado a la Trata y el repugnante comercio de esclavos, sigue hoy “chorreando sangre y lodo”.
La verdad que daba gusto escuchar a este joven airado, con actitud punk hasta la médula, que arremetía armado de razón y de razones contra los constructos vacíos de sentido y más aún de moral de un neoliberalismo que siguiendo a teóricos como Mises o Hayek y a pragmáticos como Milei, se caga en la democracia al tiempo que la enarbola como derecho propio. Señaló muy acertadamente cómo estos neodarwinistas despiadados se pasan por el forro a los genuinos liberales de los siglos XVIII y XIX, como Adam Smith, que hoy serían anatemizados por ellos mismos como socialistas.
Desmontando enardecido los mitos neoliberales del individualismo, el emprendimiento, la colaboración público-privada (fetiche de una izquierda blandurria vendida al capital), nos recordó por si hacía falta que la librecompetencia en el mapa neoliberal no es sino otro nombre para el pez grande que se come al chico y que el más grande peligro al que se enfrenta la izquierda marxista es la división que la propia izquierda asume al asumir también peligrosa colaboración y credulidad con su enemigo. Recordemos que las empresas no crean empleo: el empleo se crea en las empresas. Y que, finalmente, lo que quieren y consiguen estos neoliberales no es más ni menos que un estado a su servicio, que cubra sus pérdidas pero no comparta sus ganancias.
En fin, escuchando hipnotizado a Juan Ponte, angry young man en estado puro y desatado, hasta por un momento he soñado que puede haber futuro para y desde la izquierda. Ojalá no me despierte mañana.