La escena
Luna roja
Lenka Dángel
2024-07-07
En realidad, el inspector Andrade no esperaba nada espectacular para aquella húmeda noche de jueves. Sin embargo, tuvo muy claro que se equivocaba en cuanto enfiló la estrecha escalera de Conde Velarde 27. Los agentes que montaban guardia abajo estaban pálidos como la cera. Cuchicheaban entre ellos, lo bastante impresionados como para no saludarle al llegar, algo impensable en circunstancias normales. Tampoco Leyva le recibió con los habituales chascarrillos, y eso sí que le pareció grave. El subinspector jamás perdía ocasión de tocarle las narices con algún comentario jocoso, nunca, en los catorce años que hacía que se conocían. Algo gordo esperaba el final del pasillo del 4ºB, ya no le cabía duda.
‒Que alguien me cuente a qué vienen estos nervios ‒espetó Andrade, procurando sonar despreocupado, pero sin dejar de observar las caras serias de los técnicos y ayudantes‒. Joder… ¿nos han reducido la paga y no me he enterado? Qué tensión…
‒Buenas noches, inspector ‒saludó Leyva, en un tono que espeluznó al recién llegado.
‒Coño, Javier… ‒resopló, los ojillos oscuros bien abiertos‒. ¿Para tanto es?
El aludido intercambió una mirada de lo más elocuente con Guerrero, el novato. El ceño de Leyva permaneció fruncido, echándole varios años encima a su semblante bronceado de cuarentón de buen ver. El chaval, que, a simple vista, era un alfeñique rubio todo fibra y nervio, apretó los morros, dejando claro que se ahorraba su opinión.
‒Sírvase usted mismo ‒respondió por fin el subinspector, señalando la puerta a su espalda‒. Bada está dentro.
Andrade no se hizo de rogar. Maniobró para colarse en el pequeño dormitorio, musitando en un canturreo su consigna tradicional.
‒Permisooo…
Sólo que, aquella vez, no llegó a pronunciar el consiguiente “buenas noches nos dé Dios”, sino algo bastante diferente.
‒Pero me cago en la puta de oros…
‒¿Verdad? ‒coreó Bada, mirándole apenas por encima del hombro‒. Esto no es lo de siempre, Don Víctor.
‒Vaya que no… ‒secundó él, dejando escapar un silbido.
La forense aún guardó silencio medio minuto más, concentrada como estaba en anotar hasta el último detalle. Era bajita, morena, un tanto ancha de caderas, vivaz y difícil de impresionar. Siempre se recogía el pelo en una cola de caballo descuidada, y lucía unas gafas de pasta verde horrorosas que, con todo, no lograban afear sus grandes ojos de búho. Solía exhibir unas muecas imposibles cuando reflexionaba. En aquel momento, se mordía el labio casi con saña.
‒¿Qué tenemos? ‒indagó Andrade, incapaz de contenerse más.
‒La madre del cordero, tenemos ‒exclamó ella, apartándose un mechón de la cara con el antebrazo‒. La mujer se llamaba Emilia Marcos, dependienta de una floristería. Tenía treinta y seis años. Aquí hay de todo y por su orden, señor. Marcas de ligaduras en tobillos y muñecas; hematomas por todo el cuerpo; pequeñas quemaduras, como de cigarrillo; señales de mordiscos; trazas de agresión sexual; al menos veinte cortes con arma blanca; una puñalada entre las costillas que parece haberle perforado un pulmón y marcas de dedos en el cuello compatibles con estrangulamiento, lo que encaja a su vez con las petequias, la fractura del hioides y las abrasiones. Estas últimas se las hizo la propia víctima tratando de defenderse, a juzgar por los restos de piel bajo las uñas. Aunque también podría haber algo del asesino, claro.
‒Qué jodida barbaridad… ‒masculló Andrade.
‒Quien quiera que le hiciera todo eso, debía odiarla muchísimo ‒opinó Bada‒. Lo curioso es que se llevó un mechón de pelo de recuerdo, se nota el tijeretazo perfectamente.
‒Vaya… un coleccionista.
‒Un hijo de Satanás ‒opinó Leyva desde la puerta‒. Al fondo hay otra habitación. Con dos niños asfixiados.
Andrade dejó escapar una ristra de blasfemias. Fue una noche muy larga. Cuando no quedaba rincón por examinar, y tras el levantamiento de los cadáveres, el inspector procedió a dar unas cuantas vueltas distraídas por el domicilio, como solía, enumerando sus propias conclusiones. Aquellas, las primeras que salían de su boca, y con las que solía deleitar a su equipo, eran más personales que técnicas. Con todo, rara vez se equivocaba.
‒El hijo de perra este es un cabrón sádico, pero menos listo de lo que cree ‒espetó entre dientes‒. El crimen es… confuso. A primera vista todo apunta a que conocía a su víctima, a que tenía algo muy personal contra ella. Parece un asesinato lleno de odio, de rencor. Y, sin embargo, algo me dice que simplemente la eligió. Por lo que sea. Quizá por el mero hecho de que en esta ruina de edificio ya sólo quedaba ella y la abuela sorda del entresuelo. Un portal aislado, al final de un callejón, sin tráfico, sin curiosos deambulando. Creo que llevaba tiempo vigilándola y que, finalmente, se decidió.
‒No forzaron la entrada ‒apuntó Leyva‒. Ella misma le dejó entrar. Yo creo que lo conocía.
‒O confió en él. La engatusó de alguna manera ‒sugirió Andrade‒. No es fácil que una madre sola te abra la puerta del hogar en el que duermen sus hijos. El intruso tuvo que anularla a ella primero. Y luego, con toda su sangre fría, se deshizo de los chiquillos, para poder trabajar sin interrupciones, sin molestias…
‒Un desconocido no monta tal carnicería ‒rebatió Guerrero, escéptico.
‒¿Sabes lo que me ha recordado a mí? ‒aventuró el inspector, parándose en seco sobre la raída alfombra del salón‒. El calentón de un adolescente. Sí, justo eso. Era virgen hasta esta noche. Preparó el estreno durante meses, y cuando tuvo a su elegida delante fue tal su ansia que no sabía ni por dónde empezar. Le hizo de todo. Quería probarlo todo. Parece un crimen muy organizado, sí, pero también hay… ansia, impaciencia, atolondramiento. No es ningún imbécil, pero es… torpe. Inexperto. Inmaduro.
‒¿Está diciendo que ha sido su primer asesinato? ‒exclamó Leyva, arqueando las cejas.
‒Eso creo, sí.
‒Señor, no ha dejado huellas ni rastros ‒rebatió Guerrero‒. No parece un principiante.
‒Tiene nociones, claro ‒musitó Andrade, rascándose la barba‒. Sabe cosas. Quiere probar lo listo que es. Lo malvado que es. Desea… impresionarnos.
Todos los presentes se miraron, meneando la cabeza. No parecía tener el menor sentido. Andrade, con la mente ya bien lejos de allí, abandonó la escena, hablando consigo mismo.
‒Bueno, tenía que pasar ‒concluyó uno de los agentes, desdeñoso‒. No dudo de que fue el mejor, pero al final todos pierden el olfato o la chaveta.
‒Debería haberse jubilado hace años ‒asintió otro, con gesto chulesco.
Se inició un coro de risillas, pero bastó una mirada de Leyva para acallarlas.
Apenas dos semanas después, los cuerpos de dos alumnas de enfermería fueron hallados en Hortensia Durán 19, la paralela a Conde Velarde. Fue como si Bada le repitiera el mismo relato, esta vez multiplicado por dos. Sin niños de por medio, pero con un pekinés. Más puñaladas. Más quemaduras. Un poco más de todo.
‒La madre que me parió… ‒suspiró Andrade, sintiéndose más viejo que nunca y yendo al encuentro de Leyva‒. Javier, ¿cuántos estábamos la noche del primer crimen?
‒¿En casa de la florista? Tendría que comprobarlo, pero entre agentes, técnicos, peritos, auxiliares, fotógrafos…
‒Compruébalo. No se ha filtrado nada a la prensa, ¿verdad?
‒El hallazgo en sí y poco más. Sin detalles.
‒Que siga así, y no hables más que conmigo.
‒¿De qué va esto, inspector? ‒inquirió Leyva, amoscado.
Andrade embutió las manazas en los bolsillos de su abrigo y carraspeó.
‒Ya os dije entonces que el cabrón intentaba impresionarnos.
El subinspector, perplejo, bajó tanto la voz que prácticamente sólo articuló las palabras.
‒¿Cree que es uno del equipo?
Hubo un chasquido de mechero, un pequeño destello rojo y una profunda inhalación.
‒Alguien se ha picado con mis conclusiones ‒dedujo Andrade‒. En fin… hay egos muy frágiles por ahí.