Semana Negra: una historia personal
Miguel Barrero
2024-07-05
[prólogo]
El 14 de julio de 2017 se fallaban los premios de la Semana Negra y yo andaba por allí porque mi libro La tinta del calamar era uno de los finalistas del Rodolfo Walsh, el galardón destinado a las obras de no ficción de género negro. En los días anteriores había ido sondeando opiniones y tenía la absoluta certeza de que todas las quinielas me daban perdedor. Lejos de desasosegarme, la conclusión me tranquilizaba: no tendría que preparar un discurso de agradecimiento y podía limitarme a observar desde la barrera, poner cara de circunstancias cuando se hiciese público el nombre del agraciado y aplaudir luego y felicitarlo después como si de verdad me alegrara que fuese él, y no yo, quien se llevara la gloria. Contra todo pronóstico, en el acta del jurado el nombre que figuraba era el mío, lo cual me puso muy contento —sería de cínicos negarlo— al tiempo que me procuraba una preocupación nueva: algo tendría que decir cuando me llamaran al estrado, y ni tenía nada preparado ni había tiempo —tampoco bolígrafo, o papel— para esbozar unos apuntes mínimos. Así que, cuando me senté a la mesa junto a los premiados en las otras categorías y los micrófonos apuntaron directamente a mi boca, la memoria fluyó con más rapidez que la razón y me hizo formular una conclusión en la que no había pensado nunca antes: «Yo no sé si me habría puesto a escribir de no haber venido nunca a la Semana Negra.»
[1]
Es el mes de julio de 1990 y por primera vez mis padres y yo venimos a pasar el verano a Gijón, una ciudad que acaba de consumar, entre atónita y exhausta, un largo proceso de demolición. Hace apenas un mes, Eduardo Chillida acaba de levantar en el Cerro de Santa Catalina su Elogio del horizonte, a modo de invocación optimista a un porvenir que se antoja gaseoso. Salimos a pasear la misma tarde de nuestra llegada y, buscando el mar, damos con un espacio lúgubre y medio ruinoso que no se parece a nada que yo haya conocido antes. Años después, sabré que se trataba de unos astilleros que acababan de quedar abandonados y se levantaban sobre el terreno que hoy ocupa la playa de Poniente. Hay unas letras enormes en el suelo que componen las palabras Semana y Negra, y el aire huele a una mezcla extraña de gasolina y churros y fritanga. Hay por allí mucha gente rara y mi padre, que me lleva de la mano, debe de percibir en mí cierta inquietud, porque se inclina hasta que sus labios rozan mi oído y susurra: «Son escritores.»
Durante los días siguientes, pasamos por allí todas las tardes. Descubrimos que el festival tiene su propio periódico, que se llama A Quemarropa, y mi padre va haciéndose con todos los números. Nos sentamos a escuchar varias mesas redondas, vemos cómo se presentan libros, asistimos a conciertos. Una de esas tardes, al llegar a casa, me siento ante el escritorio, cojo la máquina de escribir eléctrica, meto en el rollo un folio y, por primera vez en mi vida, empiezo a escribir lo primero que se me pasa por la cabeza.
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Es el verano de 2003 y trabajo como becario en el periódico El Comercio. Me han adscrito al suplemento de verano, que es donde van a parar algunas noticias culturales y todas las que no acaban de encajar en ninguna otra sección. En días alternos pasa junto a mi mesa Ángel de la Calle, que publica en esas mismas páginas una tira cómica. Ángel es dibujante, dirige el director del A Quemarropa y oficia de segundo hombre importante en la Semana Negra, justo por detrás de su fundador y aún director, el escritor Paco Ignacio Taibo II. Resulta ser también un tipo culto y sarcástico, con un humor entre negro y nigérrimo. Como de vez en cuando me toca dar alguna noticia sobre la Semana Negra, en cuanto me ve me lo comenta:
—Qué guapo eso que escribiste.
O también:
—Para otra vez, fíjate más.
Sus visitas son tan fugaces, y nuestras conversaciones tan breves, que ni siquiera estoy seguro de que recuerde mi nombre.
La noche del último sábado de la Semana, consigo engañar a Raúl y, mientras el resto de la pandilla trasiega por los bares de copas del centro, él y yo nos acercamos hasta el festival para asistir a la lectura poética de Ángel González y Luis García Montero. La carpa está de bote en bote. Cuando termina el acto, salimos al exterior y veo venir a Ángel entre la multitud. Camina apresurado y cabizbajo, imagino que requerido por algún asunto urgente. Al llegar a mi altura, el azar quiere que levante la vista y me vea.
—Tú eres Miguel, ¿no?
—Sí.
—Pues que sepas que el año que viene te quiero aquí conmigo.
[3]
Está empezando el mes de julio de 2005 y nos han citado para una reunión. Faltan sólo unas jornadas para que empiece la Semana Negra y Ángel quiere que las personas que conformaremos este año la redacción de A Quemarropa nos veamos para conocernos y repartir tareas. Para mí es una época especial porque hace unas semanas salió publicada mi primera novela, aunque apenas se haya enterado nadie. El festival se celebra en el parque de Isabel la Católica, junto a El Molinón, y sus oficinas se ubican en unos bajos del estadio que para tal fin ha cedido el Ayuntamiento. Hay un barullo considerable. A nuestro alrededor se ríe, se grita, se festeja, se discute. Deambula entre los corrillos, aferrado a su cigarrillo y su lata de Coca-Cola, el ubicuo Taibo, que está al tanto de todo mientras finge que no se entera de nada. Al pasar junto a nuestra mesa, se detiene, me mira a los ojos y pregunta:
—Miguelín, ¿es verdad que publicaste una novela?
Me ruborizo. Mi cabeza se agacha y asiente.
—¿Y no piensas presentarla aquí?
Me encojo de hombros. Digo que no lo había pensado. Que no es una novela negra y que no me parece que encaje bien en el festival.
—¡Pero tío! ¿Cómo que no encaja en el festival? ¿En qué otro sitio te han sonreído tantas veces como aquí?
[4]
Es el verano de 2007, o 2008, o 2009, y estamos Ángel y yo en el taller de los Morilla, en las profundidades del barrio de El Llano, pasando como podemos una de esas noches toledanas que depara la elaboración del A Quemarropa. Son veladas pródigas en blasfemias e imprecaciones varias, pero también de vez en cuando nos permitimos caer en sentimentalismos. Suele ocurrir a última hora, cuando falta poco para que despunte el alba y nuestros cuerpos comienzan a acusar la fatiga acumulada. Uno de estos días, desde el titular de un periódico alguien cuestionaba por enésima vez la pertinencia de la Semana Negra. Con retórica artificiosa y escasa lucidez, se preguntaba qué pintaban los libros al lado de los churros, cuál era la razón de que se pusiera a una orquesta sinfónica a interpretar a Mozart a la una de la madrugada al lado de unas cuantas atracciones de feria, qué tenían que ver los puestos de artesanía con el debate intelectual.
—Una vez, hace unos años —empezó a contar Ángel con la voz gastada—, estábamos presentando uno de los libros que publicábamos nosotros y que regalábamos a todos los que asistieran a la charla. No recuerdo ya si era el de Leonardo da Vinci, o el del Guernica, da igual, es lo de menos. El caso es que los estaban repartiendo y yo andaba por detrás, sacando ejemplares de las cajas y de repente tenía delante de mí a un niño. Era un niño pobre, lo supe por sus ropas, seguramente el hijo de alguna de las familias que tenían los puestos de los mercadillos. Al principio creí que me estaba mirando, pero de repente me di cuenta de que lo que miraba en realidad era el libro. «¿Quieres uno?», pregunté. «No tengo dinero», respondió. «No hace falta tener dinero», le dije yo, «es gratis.» Entonces sí que me miró, sonrió de una forma que no voy a olvidar nunca, con la boca muy abierta, y dijo: «¿De verdad?». Le tendí el libro, lo cogió y se fue corriendo. Ni las gracias me dio, el cabrón. Pero en ese momento supe que todo esto sirve para algo. Que, por mucho que algunos digan, estamos haciendo lo que tenemos que hacer».
[5]
No sé cuándo y a veces ni siquiera sé bien dónde, porque los recuerdos se entremezclan y se superponen y es difícil encuadrarlos en unas coordenadas físicas y temporales, como también lo es dilucidar si a estas alturas ya se pueden confesar o no. Me recuerdo, por ejemplo, caminando con Jorge Semprún junto al puerto deportivo, en dirección a Ponente, o escanciando sidra para Peter Berling en el patio de un colegio, o comiendo una fabada con José Emilio Pacheco, o escuchando a Ana María Matute confesar que ella sí que creía en las hadas, o riéndome con Rosa Ribas a cuenta de una novela horrorosa que nos habíamos tenido que leer, o compartiendo con Tatiana Goranski una de las ruedas de prensa más surrealistas que he tenido que dar nunca. Me acuerdo también de que escuché a Joaquín Sabina cantar a la guitarra, en absoluta primicia, una canción que sigue inédita, y de la noche en que Lorenzo Rodríguez se metió en el mar de San Lorenzo para salvar a una mujer que intentaba suicidarse, y de cómo convencí a la organización para que invitasen en el último segundo a Milo J. Krmpotic’, y de las conversaciones tenebristas que mantuve con Javier Calvo, y de las risas de Mori cuando le explicaba que esa noche no iba a poder pasarme por el A Quemarropa porque España acababa de ganar el Mundial. Y me acuerdo de Ramón, y de Julián, y de Rafa, que, al igual que Mori, ya no están —porque el tango dice que veinte años no es nada, pero treinta y seis empiezan a ser ya unos pocos—, y de lo tristes que nos pusimos cuando nos enteramos de que se había muerto Ángel González, y de cuánto extrañamos a Francisco González Ledesma, y de lo larga y lo corta que se hace al mismo tiempo esa semana de diez días en la que puede ocurrir de todo, hasta que se suspenda la verosimilitud.
Mi amigo Lorenzo dice que en la Semana Negra sólo pasan cosas buenas. Y tiene razón.
[6]
Es el mes de abril de 2020. Desde agosto del año pasado, dirijo la Fundación Municipal de Cultura, Educación y Universidad Popular del Ayuntamiento de Gijón. Este día, a estas horas, debería estar en mi despacho, pero estoy en casa muriéndome del asco. Un virus desconocido ha tomado las calles y nos ha puesto la vida patas arriba. En las últimas semanas, mis jornadas transcurren entre divagaciones absurdas, planes imposibles y preguntas para las que no hay respuesta. En plena desazón cotidiana, entra en mi móvil un whatsapp de Ángel de la Calle: «Oye, ¿nos dejas hacer este año la Semana Negra en el Antiguo Instituto?» El Antiguo Instituto es un edificio de trazas neoclásicas que se levanta en el centro de Gijón y acoge las dependencias de la Fundación que dirijo. «¿Tú crees que está la cosa para planteárselo?», le contesto. Él insiste: «Si no la hacemos este año, el festival desaparece.» Debió de parecerle poca presión, porque al cabo de unos segundos añadió: «Tú decides.» No me hice de rogar: «Si la ley lo permite, la hacemos.»
Regreso a mi despacho el último lunes de mayo. Al día siguiente tengo la primera reunión con Ángel. Viene con su equipo de confianza —Rafa, Cefe, Helenka— y yo incorporo a Rubén. Nos lamentamos de lo complicado que está todo, de que esta pesadilla parece no tener fin, de que dan ganas de claudicar y rendirse. Entre tanta queja, en un momento de complicidad silenciosa, Ángel y yo nos miramos a los ojos.
—¿Vamos?
—Vamos.
Durante todo el mes de junio nos vemos una vez a la semana, extendemos planos, recorremos el edificio de arriba abajo para trazar itinerarios y salvaguardar distancias y garantizar ventilaciones, planteamos todos los problemas que puedan surgir para encontrar las soluciones por anticipado, escucho advertencias que no siempre son bienintencionadas —«mejor suspéndelo», «toda la responsabilidad va a ser tuya», «no vale la pena arriesgarse»— y a las que no hago caso porque soy consciente de que he cruzado un punto a partir del cual ya no hay retorno. La ley abunda en restricciones, pero tampoco prohíbe expresamente nada. Cuando Ángel me enseña el lema de esta edición confinada, «A la literatura no la mata un virus», descubro que estoy haciendo lo que tengo que hacer. Me lo corrobora Ana, la alcaldesa, cuando unos días antes del arranque me reúno con ella para explicarle cómo nos las hemos ingeniado para poner algo de orden en el caos. Sólo sale una palabra de su boca, la única realmente necesaria: «Adelante.»
[epílogo]
Es el tres de julio de 2024 y me subo a la tarima de la Carpa del Encuentro no para encargarme de presentar un libro —propio o ajeno— ni para moderar o participar en un debate, sino para oficiar la puesta de largo de la XXXVII edición de la Semana Negra. Hace dos años, en la última o penúltima noche del festival y mientras paseábamos por las orillas de una playa de Poniente anochecida, Ángel me dijo que no iba a tardar mucho en jubilarse, que sólo se quedaría un verano más al frente y que quería que yo cogiese las riendas luego. No lo tomé muy en serio entonces, porque cómo iba a imaginarse nadie una Semana sin Ángel, y le respondí que ya veríamos. Volvió a sacar el tema en la siguiente primavera, cuando los preparativos de una nueva edición alcanzaban el punto de no retorno, y aunque fueron inevitables el vértigo y las dudas no podía permitir que ni el uno ni las otras me hicieran decir no. Quedamos en anunciarlo a las puertas del otoño, que siempre es una época propicia para cambios, y en vísperas de hacerlo público mantuvimos una reunión privada con el equipo —Carmen, Bea, Rafa, José Manuel, Natalia, Norman, Óscar, Pedro, Álex, David— y me intercambié un par de mensajes con Lorena, que no pudo venir, y me tomé un café con Helenka. Queríamos que fuesen los primeros en saberlo porque también ellos son imprescindibles, porque los he visto trabajar durante años y sé que con una tripulación así no hay barco que no llegue al buen puerto en el que al fin nos encontramos en esta mañana de verano que se ha despertado brumosa, aunque va clareando poco a poco, en la que me pongo delante del micrófono para resumir el programa y mostrar el corriente Rufo, que este año es una Rufa mujer, futbolista y de la Roja. Tal y como esperaba, es más lo que no digo que lo que acierto a decir, pero cómo voy a encontrar palabras para expresar la felicidad y la responsabilidad que me procura el verme como director del que para mí ha sido siempre el mejor festival del mundo; cómo voy a contar la alegría que me asaltaba cuando en mi niñez y en mi adolescencia tempranas veía aquellas enormes letras blancas perfilándose sobre el puente del Piles; cómo voy a enumerar la cantidad de amigos que he venido haciendo entre estas mismas carpas a lo largo de estas décadas; cómo voy a explicar —sin que parezca que digo una banalidad o una tontería— que lo que quiero es que la gente se lo pase en estos días que quedan por delante al menos la mitad de bien de lo que me lo he pasado yo, que alguien que venga a tomarse un refresco o subir a una atracción se vea de pronto seducido por un libro del que no tenía noticia, que los escritores se vuelvan a sentir igual que en casa, que una vez más quede demostrado que la fiesta y la cultura no son elementos enfrentados porque la primera se inscribe en la segunda y porque en ambas juega un papel fundamental y trascendente la palabra, que es lo que nos trae aquí y lo que, en última instancia, da sentido a todo esto. Cómo voy a confesar que hay un momento mientras hablo en el que mi vista se dirige al extremo opuesto de la carpa y veo allí, de pie junto a la entrada, a un niño que tendrá nueve o diez años que, cogido de la mano de su padre, me mira y me sonríe y me hace un guiño.