Juntaletras
Luna roja
Lenka Dángel
2024-07-05
En la redacción de El Correo Norte la actividad era frenética. Pasaban de las ocho y cuarto y las máquinas de escribir echaban humo. Arantxa, la redactora más joven, pasó taconeando frente a la placa de los fundadores (Cañada, Cueto, Quirós y Abril), y enfiló hacia su mesa, en el rincón, rezando para que el director no la viera llegar (tarde de nuevo) a través del cristal esmerilado de su puerta.
‒¿El tráfico otra vez? ‒insinuó Ismael, burlón, haciéndole un guiño.
‒No empieces con eso, conduzco mucho mejor que tú ‒replicó la recién llegada, colgando su gabardina del respaldo‒. Pero sí, hay un atasco por Olivares que no es normal.
En el escritorio de enfrente, Leticia Ruiz cabeceó de tal manera que, sobresaltada, tuvo que agarrarse al tablero con las dos manos.
‒Jesús, amiga… ‒exclamó Arantxa, tras un silbido‒. ¿Estás bien?
‒Estratosférica ‒bromeó la de Cultura, dando sorbo a su café, ya helado, y exhibiendo una mueca de asco‒. Mi próxima novela se va a llamar: “Ramón y los dientes de leche”. De verdad, no tengas hijos.
‒No sé cómo lo hacéis las mujeres ‒aseguró Ismael, poniéndose el lápiz detrás de la oreja‒. Tenéis una energía que no es de este mundo. O eso, o habéis descubierto una droga secreta que no queréis compartir.
‒Claro, Shayne, claro ‒canturreó Ruiz, cáustica‒. ¿Quieres que te explique lo que sí nos gustaría compartir? Responsabilidades. ¿Te suena el concepto?
El de Deportes adoptó su expresión más inocente.
‒A mí no me mires, pienso morir soltero y con resaca.
Arantxa contemplaba sus notas, desolada.
‒Qué horror, de verdad ‒suspiró‒. Estoy hasta el gorro de los Ecos de Sociedad. Yo he nacido para Sucesos, caray. Eso es lo que se me da bien.
‒No desesperes, cariño ‒exclamó Margarita Verdugo, desde el otro extremo de la redacción, cebando su pipa con parsimonia‒. Ya te tocará. Yo no voy a durar siempre.
‒No lo tengo tan claro… ‒murmuró Ismael.
Desde el despacho del fondo, la voz del director subió varias octavas para interrumpirse de pronto con el inconfundible sonido de un teléfono colgado
violentamente.
‒¿Qué le pasa a Barrero? ‒ indagó Arantxa.
‒Nada, lo de siempre ‒repuso Leticia, reprimiendo un bostezo‒. Tiene a Taibo y De la Calle en lo del concejal envenenado; a Sepúlveda y Bauluz con lo de la abuela asesina; a Panero y Rambal en el crimen del tablao…
‒La verdad es que… vaya semanita ‒resopló Arantxa‒. ¿Nos habrán echado algo en el agua?
‒Y falta lo peor ‒anunció Margarita, envuelta ya en una densa nube de fragante humo‒. Mañana hay luna roja.
La puerta del despacho se abrió con estrépito. Todas las máquinas de escribir se detuvieron, expectantes.
‒¿Dónde está Torres? ‒bramó Barrero, escrutando la oficina con los ojos entrecerrados.
‒De baja ‒respondió Margarita, sin inmutarse.
‒¿Cómo que de baja? ‒protestó el director, haciendo aspavientos con su puro apagado‒. Ese le está echando mucho cuento, me parece a mí…
‒Que le ha explotado el apéndice, Miguel ‒regañó ella, ceñuda, poniéndose en pie con considerable esfuerzo y yendo hacia la cafetera‒. A ver, ¿qué te pica a ti ahora?
‒Un triple homicidio en Las Candelas, eso es lo que me pica. ¡Ibáñez!
‒No ha vuelto, sigue en Comisaría ‒apuntó Leticia.
‒Será posible… ¿Navarro?
‒No puedo, tengo a la alcaldesa en media hora ‒se justificó el aludido, poniéndose la chaqueta y agarrando el maletín.
‒¡Que diga algo sobre el concejal! ¡Más te vale que diga algo!
‒Oído, jefe, oído… ‒respondió Martín, saliendo a la carrera.
Barrero mordisqueó el habano con gesto de concentración y soltó un resoplido.
‒Hay que joderse… ‒murmuró, contrariado.
‒Pues manda a la Verdugo ‒sugirió Ismael, con sorna.
‒Que tiene doscientos años, por Dios ‒rezongó el director‒. A ver si te voy a mandar a ti, por gracioso…
‒Ni de broma, voy con mucho retraso.
‒Sí, desde que naciste, ya lo sabemos.
Leticia soltó una carcajada que tuvo que interrumpir, con cara de pasmo, cuando Arantxa se puso en pie de un salto y lanzó la bomba.
‒Vamos Ruiz y yo, jefe.
‒Pero ¿qué dices, Margolles? ‒vociferó Miguel Barrero que, sin embargo, no consiguió ocultar un repentino y artero brillo en su mirada‒. La boda del torero, sigo esperando.
‒¿Qué torero ni qué puñetas? Venga, hombre. Eso te lo ventilo luego en diez minutos. Déjame ir con Ruiz, por favor. Llevo aquí cuatro años, ella seis, no somos unas juntaletras. Y no me digas que no podemos con…
‒¡No me montes un drama que no estoy de humor! ‒interrumpió el jefe, conteniendo una sonrisa socarrona‒. ¡Vamos, movimiento! ¿A qué esperáis, princesas? ¡Hale, antes de que me arrepienta!
Recogiendo sus cosas a toda prisa, las dos echaron a correr entre las mesas, sin tiempo para procesar lo que estaba ocurriendo.
‒Ay, madre… ay, madre… ay, madre… ‒repetía Arantxa, con el pulso desbocado y los ojos como platos.
‒No te pongas sentimental ahora, espera a que salgamos de aquí ‒cuchicheó Leticia, sacándole la lengua.
Barrero se quedó en la puerta de su despacho, contemplando a las dos chicas con aprobación. El tecleo de las máquinas volvió a restallar en el aire. Margarita Verdugo se acercó, un poco encorvada pero magnífica aún a sus setenta y tantos. Le tendió al director una taza de café que este aceptó con un asentimiento.
‒Pues ya iba siendo hora, demonios ‒le increpó la mujer‒. Ni a mí me hicieron esperar tanto nuestros padres fundadores, que se pensaban que me desmayaría al ver el primer charco de sangre.
‒Son duras, lo harán bien ‒admitió Barrero.
‒Más vale, así me jubilo de una vez.
‒Sí, seguro… Bueno, bueno, Verdugo… así que luna roja, ¿eh?
‒Ríete, pero sabes que nunca me equivoco con eso ‒replicó Margarita, dando una calada a su pipa‒. Ya lo verás. Va a ser una semana negra…
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Lenka Dángel escribe en Zenda.