Desahogarse
Silvia Rodríguez Coladas
2023-07-09
Escritores invitados a la SN hablan de la escritura de sus libros; de la chispa que la motivó, las procelosidades de su proceso de documentación o las dificultades y obstáculos encontrados durante la redacción y cómo se resolvieron, con vistas a aconsejar y ayudar a escritores noveles o que aspiran a serlo. Hoy, Bosquesanto, de Silvia Rodríguez Coladas.
¿Puede un instinto asesino, fresco y recién aflorado, generar una novela en lugar de un cadáver? La respuesta es sí, por fortuna para todos —especialmente para el potencial fiambre.
Me explico. En ocasiones, cuando te trasladas a vivir a una zona rural y procedes de la gran urbe, hay que salvar ciertos escollos antes de conseguir el maná: esa deseada vida pacífica que has soñado, rodeada de verde naturaleza exenta de contaminación, animalillos brincando por el campo y atardeceres tranquilos para la observación del fenómeno atmosférico de turno. Pero, ¡ay de mí!, ya lo decía un antiguo refrán: «Pueblo pequeño, infierno grande». Los forasteros generamos desconfianza y malestar, ¿a qué demonios venimos a alterar las vidas de sus habitantes trasladándonos a una propiedad que, al estar vacía de inquilinos, creían suya? Con un lenguaje y estilo digno de El Padrino versión agrícola, un par de vecinos me hicieron saber, reiteradamente, que no era bien recibida. En el momento más álgido del conflicto, tuve que tomar una decisión: o me tiraba de cabeza a la venganza —pero, ya puestos, a una en condiciones— o me los cargaba, uno por uno, en el papel. Y, como tras una mínima reflexión concluí que no merecía la pena acabar en chirona por un quítame allá esas pajas, en un arrebato de civismo y autocontrol del que estoy muy orgullosa, opté por escribir Bosquesanto, una novela que responde a la necesidad de no matar en la vida real, para poder hacerlo en la ficción y obtener los mismos beneficios sobre el bienestar emocional; una novela terapéutica basada en fantasías reales, como reza su primera página.
Bosquesanto actuó, pues, como ansiolítico con efectos inmediatos tras la primera ingesta, carente de efectos adversos ni secundarios. Escribir el capítulo inicial se convirtió en la primera toma que elevó mis endorfinas a niveles antes desconocidos. Y, claro, ya os imagináis qué vino después: la adicción. Un deseo irrefrenable de seguir para mantener el nivel en sangre.
Pero vayamos a la novela. El nombre del pueblo en el que se desarrolla la acción, y a la vez su estigma, es un topónimo inventado que predice dos cosas: una, que la historia se desarrollará entre bosques y así fue como la escribí, escuchando el sonido de los gigantescos eucaliptos golpeados por rachas de viento enfurecido. Sin este ruido de fondo la obra jamás habría nacido tal cual es; y dos, que habrá muertos. Si camposanto es un cementerio, Bosquesanto, también debería serlo. Tenía, pues, motivación, título, un lugar imaginario enterito para mí y personajes que pedían a gritos vivir en él—y también morir—. ¡De esta manera empezó todo!
A diferencia de muchos escritores que no se consideran tales aún a pesar de tener varios libros publicados por este dichoso síndrome del impostor del que tanto se habla ahora, o que, incluso, solo se han considerado escritores cuando han empezado a ganar dinero, como ellos reconocen, yo me sentí escritora desde el minuto uno. Era novata en la confección de una trama que diera origen a una novela, pero ya había escrito mucho en el blog El Purgatorio de Sylvie Tartán —donde me redimía de mis excesos consumistas— y, también, había colaborado en medios importantes. A todas luces, estaba convencida de que el oficio había ido construyéndose, poco a poco, de esta forma, pero cual fue mi sorpresa, cuando hice, entre mis papeles, un hallazgo fortuito que lo cambiaba todo. Encontré un texto manuscrito a los once años, con caligrafía acorde, totalmente inédito y cuyo inicio os transcribo aquí:
Una noche fresca del mes de septiembre, un grito desgarrador se oyó en la lejanía. Nadie se inmutó. Cada habitante del pueblo creyó haberlo soñado y pese a despertarse alguno que otro, nadie salió de su casa para ver lo que ocurría; cuál era la causa de aquel grito lastimero y quién había sido su emisor. Al día siguiente, se lamentarían de no haberlo hecho.
Un campesino que iba a cortar leña para el invierno descubrió el cuerpo sin vida de Sally Grey, una muchacha de quince años, hija del redactor del periódico…
¡Y lo comprendí todo! ¡Llevaba a una escritora de novela negra dentro y no lo sabía! ¡Las piezas encajaban a la perfección de repente! Mi precoz afición al asesinato rural, los paseos por el jardín elucubrando sobre posibles escondrijos para enterrar un cadáver, mi habitual inclinación a entretenerme planeando crueles torturas para inspectores de Hacienda y otros colectivos, esta fascinación agathacrística por los venenos naturales que me trae de cabeza … Al fin, descubría el verdadero motivo por el que el proceso de redacción se convirtió en una de las experiencias más divertidas que tuve nunca. Y es que actuar como un pequeño diosecillo inoculando vida a diestro y siniestro, a la par que también quitándola a quien me viene en gana, no deja de ser un ejercicio de poder autócrata muy placentero que estoy deseando repetir. Eso sí, sin el lastre de tener que ser políticamente correcta porque así es como creo que tiene que ser un escritor de ficción: libre, sin coacciones, barreras o autosabotajes y sin preocuparse lo más mínimo sobre qué pensarán sus lectores, su familia, los críticos o las asociaciones de tal o cual signo. Si vas a escribir, sé tú mismo, desahógate, sufre o disfruta, lo que te pida el cuerpo. Y lee, lee constantemente, ¡es la mejor forma de aprender sin renunciar al propio estilo!