Un cuarto de siglo atrás
Tribunas de la plebe
Elia Barceló
2021-07-10
Hace veinticuatro años, recibí una invitación que me dejó sin aliento: la Semana Negra de Gijón me proponía pasar allí tres días, el primer fin de semana, junto con otros compañeros, escritores de ciencia-ficción como yo, que, por aquel entonces, solo tenía tres libros publicados.
En aquella época, para coger el Tren Negro —un tren reservado exclusivamente a los participantes en la Semana Negra— había que ir a Madrid primero, alojarse allí una noche, y, al día siguiente, a las siete de la mañana bajar a desayunar junto con otras más de cien personas que, en su mayoría, eran escritores; casi todos de novela negra, pero también alguno que otro de histórica, fantástica o de ciencia ficción. También había dibujantes y guionistas de cómic, periodistas, fotógrafos, investigadores literarios, traductores, editores, gente de cadenas de televisión de varios países… Éramos una fauna variopinta y alegre.
El ambiente era de lo más estimulante que he experimentado en la vida: una variedad de lenguas, de nacionalidades, de edades… Muchos más hombres que mujeres, eso sí (estamos hablando de 1997), pero todos entusiasmados al pensar lo que nos esperaba en Gijón en los próximos días. Nunca he oído tantas risas, tantas conversaciones ingeniosas, nunca he sentido tanto buen humor y buena voluntad como entonces. El viaje a Gijón se hacía corto, a pesar de durar ocho horas. Íbamos conociéndonos, presentándonos, traduciéndonos unos a otros en las lenguas que dominábamos… Hablábamos, hablábamos de nuestro oficio, de nuestros proyectos, de nuestras ideas más locas. Pertenecíamos al «honrado gremio de escritores», como lo formulaba el gran Paco Ignacio Taibo II, inventor y director de la Semana Negra, la primera que hubo en España y, por tanto, la más antigua de las que siguen en marcha, y yo, por primera vez, me sentía perteneciente a algo. Sentía que había encontrado mi lugar y a mis interlocutores. Más adelante, conforme pasaban los años, también supe que había encontrado a mi familia negra, aunque solo nos viéramos una vez al año.
Luego, al llegar a Gijón, nos esperaba una banda de música y un montón de gijoneses alegres, vestidos de fiesta por dentro y por fuera, deseosos de que empezara ya por fin la Semana Negra. Después venía la solemne inauguración en el Ayuntamiento, el discurso de Paco, que siempre ponía unas lágrimas en mis ojos, el llegar al recinto, asistir al corte de la cinta y empezar a descubrir las maravillas que cada año la organización nos había preparado a todos. Era un festival único y mágico; un lugar donde había libros, muchísimos libros, pero también juguetes, y feria con atracciones y caballitos, y cosas buenas de comer, y bebidas exóticas, y una noria gigante que se abría en el cielo nocturno como una flor y a la que, desde entonces, me he subido todas las Semanas Negras, para ver desde arriba el laberinto de prodigios junto al mar.
Había también espectáculos (de música, de magia, de acrobacia) y un castillo de fuegos artificiales la noche del sábado al que acudía tanta gente que no había dónde poner el pie. Paloma Díez y su equipo de la organización pasaban diez días literalmente encerrados en las oficinas para hacer posible un enorme festival en una época sin Internet y sin móviles en la que, sin embargo, nos comunicábamos mucho más. Todos los días salía A Quemarropa y decenas de chicos y chicas lo vendían por las calles. Y al final del día, nos reuníamos en la terraza del hotel Don Manuel a charlar y a cantar.
Desde entonces he vuelto todos los años, salvo en tres ocasiones, por fuerza mayor. He ido presentando allí todas mis novelas, haciéndome más conocida, más vieja, quizá más sabia…, pero sigo siendo la misma mujer que lo miraba todo con ojos brillantes y sentía que, como decía Justo Vasco con su enorme sonrisa, aquello era una inyección de oxígeno creativo que me iba a durar hasta el año siguiente.
No se trataba de hacer presentaciones de libros, aunque también, sino de compartir, de sentirse unido a otros que vibraban con el mismo ritmo, de saber que habías elegido bien la dedicación de tu vida. Hacíamos tertulias sobre los temas más peregrinos, éramos innovadores, irreverentes, divertidos, decididamente de izquierdas, cuando eso aún significaba algo.
Soy consciente de que esto es un ejercicio en nostalgia, que hablo del pasado con los ojos llenos de estrellas, pero es que para mí la Semana Negra fue la prueba de que la libertad creativa existe, y la fraternidad (la sororidad aún no se había inventado), e incluso la igualdad, cuando todos colaboran.
Esa camaradería se ha perdido en gran parte. Hoy ya nadie canta. Ni se hacen excursiones ni tertulias masivas. La vida nos arrastra, no da tiempo a nada, nos hemos metido en una espiral de prisa, de competitividad, que no nos deja disfrutar igual de esa burbuja mágica donde acudíamos a respirar. El mundo no nos lo ha puesto fácil. Hemos ido dejándonos por el camino jirones de lo que éramos y de lo que queríamos ser. Pero lo hemos conseguido, a pesar de todos los obstáculos. Y seguiremos. Seguiremos disfrutando esa pequeña eternidad de lo efímero.
Este año volveré de nuevo y, aunque ya tantas cosas hayan cambiado, abrazaré, quizá solo con la mirada, por culpa de la pandemia, a mi familia negra, y daré las gracias otra vez por todo lo que la Semana Negra de Gijón —ahora dirigida por Ángel de la Calle, vieja guardia como yo, luchador y apasionado— ha significado en mi vida.
¡Larga vida a la Semana Negra!